Darse de baja de un servicio es una misión imposible. Casi tan difícil como hacer un trámite ante la Administración Pública y salir exitoso en el primer intento. En la letra pequeña de los contratos debería añadirse una cláusula en la que se advirtiese de los costes psicológicos que supondrá decirle "hasta luego, Lucas" a un convenio. Rescindir una relación contractual es como acabar con una pareja: hay que encontrar el momento adecuado en el que el sujeto activo se sienta con fuerzas suficientes para abandonar al pasivo y no morir en el intento o, lo que es lo mismo, no claudicar. Retomar o ampliar un pacto es un fracaso. Segundas partes nunca fueron buenas. O eso dicen los sabios del lugar.

El día que decides desapegarte de, por ejemplo, un canal digital cualquiera (omitiremos nombres para no hacer publicidad gratuita) estás, literalmente, hasta las narices de que no funcione la antena, la tarjeta o el euroconector. Furia e indignación te empujan al teléfono. Inspiras y tomas la determinación de no ceder ante ningún impedimento que, especialistas en mercadotecnia, te plantearán. "No aceptaré que me regalen tres meses de cuota o un bono para ir al cine durante medio año. No me vendo tan barata", te dices a ti misma mientras te cuelgas de la línea y marcas un 902. Primera señal, segunda, tercera, sexta, novena, décimo quinta... Vociferas insultos en abstracto: "Esto es una vergüenza. Vaya panda de cantamañanas. Así va España". Y, de repente, ves la luz. El sonido de espera desaparece y tu llamada entra en acción. "¡Sí!", gritas de emoción y "¡Mierda!", maldices al percatarte de que tu interlocutora es virtual. "Ha contactado con el servicio de atención al cliente. Por favor, diga en voz alta cuál es el motivo de su llamada", te espeta con un desdén que sólo las voces enlatadas (como la del contestador automático) tienen. "Quiero darme de baja de su servicio", articulas como buenamente puedes. "Más alto", te larga la mujer metalizada. "Será imbécil", susurras permitiéndote el lujo de blasfemar en contra de la dura de oído. "Rescindir el contrato", gritas. "Un momento, por favor" y, al fin, surge una voz humana, casi amiga. Explicas las razones. La operadora pide disculpas y ruega una segunda oportunidad. No, no y no. "Del barco de Chanquete no nos moverán". Quiero anularlo y no me convencerás. La señora narra problemas ajenos a la organización central. "Malas conexiones", se justifica. Y repite, con voz llorosa, que sus servicios están en constante evolución para mejorar. Ruega una última oportunidad. Nos obsequia con medio año de cuota y tres de tarifa reducida, un colchón de playa, un neceser de productos de belleza y un juego de cuchillos de cocina. Una no tiene el corazón de piedra. "No soy mala", aseguras y, al final, claudicas.

Cuelgas el teléfono y sientes una euforia momentánea. Un par de segundos después, te sientes una perdedora. No lo conseguiste con el gimnasio, tampoco con el teléfono móvil e instalaste una línea ADSL cuando, ni siquiera, tienes ordenador. El marketing te ha ganado. Y, nuevamente y por segunda vez en menos de una hora, susurras: "Mierda. No tengo fuerza de voluntad".