La mayoría de personas que estudian una carrera universitaria en España lo hacen para acabar enseñando o bien en un centro de enseñanza media o, a través del consabido flujo de influencias, en una aula universitaria. Como decía el maestro de columnistas Julio Camba, el español que aprende una cosa lo hace para enseñársela a otros españoles, quienes la estudian, a su vez, para transmitírsela a las generaciones sucesivas. Raro era el caso en 1914, cuando Camba escribió la anterior aseveración, y raro sigue siendo el caso, hoy en día, del químico, del físico, del biólogo, en suma, del científico cuyas expectativas profesionales reales pasen por aplicar su ciencia a las necesidades prácticas de nuestra industria o a la investigación. Podríamos añadir que aún es más raro el caso del licenciado en letras (historiador, lingüista, geógrafo, etc.) que, habiéndose decantado por la rama más menospreciada del saber, la humanística, puede soñar con dedicarse a la investigación.

No tengo nada contra la enseñanza. De hecho, me dedico a ella. El trabajo de profesor es una salida profesional tan respetable como cualquier otra, creo. Pero esta tendencia de estudiar para enseñar tiene algo de fracaso, de entierro de potenciales mentes creativas en las aulas ruidosas e incontrolables de la ESO. No lo digo por mí, que ya me he acostumbrado a la rutina de tratar de enseñar cosas que, ni los alumnos de secundaria quieren aprender, ni sus padres entienden muy bien para qué sirven. Mucho más inútil sería y muchas menos expectativas vitales despertaría trabajar de vigilante nocturno en un almacén o de telefonista de una empresa de telecomunicaciones, atendiendo las quejas de los usuarios. Me refiero, observando la trayectoria de condiscípulos que destacaban por la creatividad de su genio, su constancia, la brillantez de su pensamiento, etc., al despilfarro de talento que representa no haberles dado más facilidades para desarrollar su capacidad en la investigación.

España se caracteriza, desde siempre, por la escasísima inversión, privada y pública, en investigación, lo que empuja a los licenciados del país a dedicar, en el mejor de los casos, la mitad del día a la enseñanza. Esos enseñantes, si tienen voluntad y tiempo, dedicarán sus horas libres a investigar, sin garantías de que el fruto de esa investigación sea valorado y aprovechado por una sociedad que prefiere adquirir tecnología extranjera y centrarse económicamente en el turismo y en la explotación urbanística de nuestro territorio.

Nunca los jóvenes que deciden estudiar habían tenido tantos medios. La prosperidad económica ha permitido multiplicar el número de institutos y universidades, dotarlas de recursos magníficos, becar en el extranjero -la famosa Erasmus- a cuantos estudiantes, en la etapa final de la carrera, quieran abrir su mente a otras culturas. Los estudiantes, si se aplican a ello, saldrán mejor preparados que nunca. El país ni se enterará, como siempre. Nuestros futuros licenciados tendrán que elegir entre ser mileuristas en la empresa privada o dedicarse a la enseñanza. Me pregunto si el tema será considerado en las negociaciones para pactar gobiernos autonómicos y municipales que se están produciendo por toda la geografía española.