Se veía venir desde hace tiempo y las señales habían sido ampliamente detectadas: los terroristas habían dado por zanjado el capítulo contemporizador tras provocar un equívoco sin recorrido posible: era mentira la proclama de Otegi según la cual ETA estaba dispuesta a desaparecer voluntariamente sin que el Estado pagase precio político por ello. Ahora se ve claramente que con aquellos mensajes voluntaristas los terroristas y sus amigos engañaron maliciosamente al Gobierno, nos engañaron a los ciudadanos: la verdad es que ETA nunca dejó de exigir la ecuación insensata, inaceptable, la paz a cambio de la rendición del Estado. Y este trueque no es, obviamente, posible. No lo será nunca, gobierne quien gobierne. Y, por supuesto, ahora se ve asimismo que quienes afirmaron que Zapatero ya había cedido al chantaje también estaban mintiendo. Una vez más se hace evidente que el retorno del terror a su dimensión concreta y terrenal provoca una reacción realista. Y la colosal bronca que se ha desarrollado entre las fuerzas democráticas se convierte retrospectivamente en un gran disparate. No es razonable convertir en motivo de disputa y en fuente de subjetividad un problema exterior al proceso político del que dependen la estabilidad institucional y la vida de compatriotas. Zapatero y Rajoy se han equivocado -los dos- al mostrarse incapaces de controlar un debate que siempre debió quedar sometido al dictado de la razón. Y ahora, deberán relamerse ambos la herida ante la mirada interrogativa de una opinión pública que los amonesta: ETA sigue golpeándonos.

Por descontado, sólo los terroristas son responsables de sus crímenes y no debemos permitir que estos desaprensivos, que juegan con nuestras vidas, influyan sobre nuestro destino. Sin embargo, los políticos sí son responsables del efecto de la violencia terrorista sobre el cuerpo social, sobre los blindajes del Estado. Y la división que aquí ha existido en materia antiterrorista es una baza de los violentos, que han podido introducir cuñas en los intersticios de las instituciones. Su estrategia ha dañado la convivencia y el devenir político de este país, no sólo por la maldad intrínseca de sus enemigos sino también, y sobre todo, por las marrullerías de nuestros partidos, incapaces de establecer un orden de preferencias en que el interés general esté por encima de cualquier ambición particular.

Las elecciones del 27-M nos habían situado en una constructiva disputa, política y creadora. Y de repente, ha sobrevenido la gran contaminación que todo lo degrada, la amenaza que todo lo relativiza. ETA ha irrumpido con su discurso primario, visceral, absurdo. Nos ha llamado fascistas porque no hemos claudicado. Y trata de endosarnos la responsabilidad de la tragedia como si los terroristas fueran la espada flamígera de una trascendencia suprema e inobjetable... La sinrazón de siempre, que cada vez resulta más insufrible, más indigesta, más perturbadora.

Rajoy y Zapatero están a punto de encontrarse, supuestamente para recomponer la unidad antiterrorista, tarde y mal, después de la fallida experiencia de capitalizar ambos la desunión. Y poco después está el debate sobre el Estado de la Nación, en el que sería exigible que la cuestión etarra fuera ya un sobreentendido que no diera lugar a más debate. No ha de ser difícil el acuerdo decisivo porque ETA, aquel 30 de diciembre, perdió los últimos vestigios de credibilidad. Hoy ya no cabe más que la lucha frontal del Estado contra los terroristas, hasta las últimas consecuencias. Sobre esto, ya no puede caber disenso alguno. No sería, pues, necesaria ni una palabra más.