ETA ha tenido su oportunidad: un gobierno comprensivo estuvo dispuesto a jugársela por lograr un final dialogado, dentro de los límites del Estado de Derecho que ningún gobernante, en democracia, puede traspasar. Y la ha desdeñado. ETA mintió al insinuar que había posibilidades de poner fin a la violencia sin que la democracia tuviera que humillarse. Nos engañó a todos, ha defraudado las esperanzas de todo el pueblo.

Consecuentemente, ya no hay lugar para la benevolencia, ni siquiera para la piedad. Después de esta traición a la buena fe, sólo cabe la aplicación estricta y rigurosa de la ley, en su interpretación más ajustada a la irritación social que ha causado el comportamiento indecente de los terroristas.

Porque los criminales de ETA han demostrado que no son sólo fanáticos que sobreactúan en la defensa de su enfermizo ideal: son también maquiavélicos y fríos estrategas del engaño y del terror. Y contra esta perversión, el Estado ha de mostrar su disposición más inclemente y dura.