Uno de los fenómenos más llamativos de estas pasadas elecciones, que no ha pasado ni mucho menos inadvertido para buena parte de la opinión pública, ha sido la indolencia con que el electorado ha tratado los numerosos episodios de corrupción, cuyos protagonistas no sólo no han recibido reprobación alguna en la mayoría de los casos sino que, con frecuencia, han sido amorosamente arropados por sus cómplices/víctimas en las urnas.

La lista es larguísima, y nos consumiría demasiado espacio detallarla. En el País Valenciano, por ejemplo, alcaldes imputados judicialmente por corrupción urbanística como los de Torrevieja u Orihuela han conseguido mayorías absolutas. La divulgación de escándalos protagonizados por Fabra, el sempiterno presiente de la diputación de Castellón, no ha perjudicado a su partido, el Popular, en la provincia, sino al contrario. El ex alcalde socialista de Ciempozuelos, expulsado del PSOE y también procesado, ha fundado un nuevo partido que ha conseguido relevantes apoyos... En Andratx, el PP ha conseguido más votos que en 2003, pese al escándalo protagonizado por el ex alcalde de este partido... Incluso han conservado parte de la consideración social que un día alcanzaron algunos responsables de delitos socialmente inaceptables: el alcalde del municipio coruñés de Toques, condenado en 2004 por abusos a una menor, ha encabezado la lista más votada...

Este estado de cosas constituye sin duda un fracaso de la política, y se ha debido a un uso maniqueo de la corrupción por parte de los partidos políticos. Éstos, abusando de la credulidad de las clientelas, han acusado al adversario de irregularidades y han alardeado de la propia virtud, sobre todo en aquellos casos en que la expansión urbanística irregular ha generado en el municipio sensación de prosperidad, de forma que los ciudadanos, indirectamente beneficiados, han creído oportuno disculpar a los promotores del desaguisado, que casi siempre han sido quienes se han enriquecido irregularmente.

Esta pérdida de la ética colectiva es muy peligrosa y las fuerzas políticas no deberían ampararse en la generalización del problema para no abordarlo. De hecho, el mencionado Fabra, al conocer sus buenos resultados, cometió la insensatez de declarar que aquel respaldo equivalía a una "absolución". Obviamente, ello no es así, ni social, ni jurídica ni políticamente. Aunque la tolerancia de los aparatos partidarios con quienes han sido judicialmente imputados -una situación procesal que reconoce "indicios racionales de criminalidad"- lleve a pensar otra cosa.

La condescendencia malsana con la delincuencia urbanística es síntoma de una relajación moral inconcebible. Porque quien se vale de una información privilegiada o de una influencia para conseguir plusvalías urbanísticas no sólo comete, como parece a veces, una inocua infracción administrativa: está también defraudando a toda la colectividad, está cometiendo un delito que lesiona los intereses de sus convecinos. No es, en definitiva, un "listo" sino un "ladrón", y en definitiva un elemento antisocial, por mucho que estos sujetos -el paradigma era Jesús Gil- alardeen demagógicamente de "crear riqueza" y de fomentar el desarrollo de su comunidad, que de otra forma permanecería inerte y paralizada.

En definitiva, esta lenidad con la corrupción qua ha mostrado la sociedad de este país es tan desconcertante como preocupante. Y los partidos, todos ellos, harían mal desentendiéndose del problema. De un problema que terminará pasando factura a la convivencia, a la democracia, a la integridad del Estado de Derecho.