El alcalde Gallardón se ha personado en el despacho de Rajoy, y le ha informado de que toma el mando. Ni siquiera ha hecho falta proceder al desalojo del predecesor, una ceremonia protocolariamente compleja. Catapultado por una proporción del censo que el presidente del PP no puede soñar con alcanzar, como cabeza de lista, en ninguna circunscripción, el alcalde de Madrid se siente con la fuerza suficiente para acometer el asalto a La Moncloa. Su declaración de vasallaje es un mero formulismo, y hasta el "querido presidente" suena amenazador en el lenguaje de un campeón que no se ha quitado el cuchillo electoral de los dientes. Si es una amenaza para su propio partido, ¿quién le vota exactamente?

Gallardón demuestra por sí solo las limitaciones de Zapatero y de Rajoy. Los empequeñece, es el enemigo público número uno de la clase política. En su toma de Génova, ha recordado al neoyorquino Rudy Giuliani, que también repudia los métodos versallescos. El carácter anómalo de ambos alcaldes les congracia con sectores crecientes de la población. En los dos casos, sus triunfos se suceden en medio de la irritación de sus partidos conservadores. Lo inadmisible para el PP no es que su nuevo presidente -por autonominación- obtenga mejores resultados que cualquiera de los celosos guardianes de la ortodoxia, sino que la ciudadanía logre apreciar sus valores por encima de la sordina que le impone la disciplina de partido. Hasta hoy mismo, en que ha sustituido a su presidente tras un golpe incruento y que ni siquiera supone un relevo en condiciones.

Tras el vodevil de la candidatura socialista, Gallardón ha ganado la alcaldía de Madrid por incomparecencia. Incluso debe agradecer a Miguel Sebastián la escenificación de Salsa rosa mediante la que acicaló la sombría figura del economista de guardia de La Moncloa, y su campaña desarbolada. Antes de asignar el triunfo del alcalde repetidor a la lógica de sus siglas, conviene recordar que ha plasmado el mayor triunfo electoral del PP en contra de los ideólogos -también autoproclamados- del PP. Los medios informativos conservadores no pueden conseguir ni el fracaso de los candidatos de su partido, por lo que difícilmente cabrá atribuirles una hipotética erosión de los socialistas.

Los rivales de Gallardón en el palmarés estatal contribuyen a encarecerlo. Cada vez que Rajoy hablaba de ETA, se refería en realidad al carisma que le separa de Zapatero, y que quiere recubrir con signos ominosos. El terrorismo es un asunto político más, por lo que no se entiende la gazmoñería de quienes pretenden hurtarlo al debate. Ahora bien, utilizarlo para suplir los déficit de imagen de un candidato no ennoblece precisamente a quien alardea del monopolio de la decencia. Madrid se ha independizado ya de España, y habita un universo paralelo. Consolidada la tentación centrífuga de Madrid y el País Vasco, lo que queda de España está bastante harta de los discursos de los líderes del PP y del PSOE, y de tener que conocer el reparto de concejales en el menor municipio guipuzcoano. Mientras tanto, en la campaña se desatendían los problemas cotidianos en zonas urgidas por la falta de agua o por la corrupción urbanística. En una derivación perversa, es más cómodo asaetear a un independista que a un promotor inmobiliario

Salvo para Zapatero y Rajoy, los desafueros urbanísticos y los precios obscenos de la vivienda son el mayor escándalo de la España actual. Gallardón les ganaría unas elecciones a ambos líderes. Probablemente derrotaría por un margen mayor a su correligionario. Una vez más, coronaría sus objetivos en contra de los designios de la prensa de su partido. En su ocupación de la presidencia del PP, el alcalde de Madrid transmite la impresión de que diseña los edificios políticos que habita, con una componente de emoción intelectual. Tampoco se ha equivocado al desplazar al número uno de los conservadores hasta el número dos, pues Rajoy es un segundón, el perfecto vicepresidente. Gallardón avala la frase pronunciada en un mitin de Vigo por el presidente del Gobierno. El líder aseguró que ningún candidato puede ya engañar a un ciudadano. Tal vez esa confesión limita considerablemente sus posibilidades de mantenerse en el poder.