"No corras, no bebas, no cambies de ruedas". Este persuasivo lema -que parece un ripio de Joaquín Sabina- figura en la nueva campaña de prevención de accidentes de tráfico, que además contará con la colaboración de 110 voluntarios en silla de ruedas. Si una patrulla de la guardia civil te da el alto para hacerte un control de alcoholemia, es posible que se te acerque alguien en silla de ruedas para recordarte que puedes quedarte inválido si bebes y conduces. "No corras, no bebas, no cambies de ruedas". Asombroso. Es probable que tengas 18 años recién cumplidos y conduzcas un BMW que te ha regalado tu padre porque de momento no has dado indicios de querer asesinar a nadie, y que te hayas metido dos gramos de coca (que se vende a 20 euros los diez gramos: en proporción, mucho más barata que el tabaco, según vi en un reportaje de Cuatro), y que además conduzcas consultando un GPS y escuchando tu Ipod y contemplando una carrera de Fernando Alonso en un mini televisor de plasma. Todo esto, y mucho más, puedes hacerlo sin problemas. Pero ten cuidado, por favor, "no corras, no bebas, no cambies de ruedas". Y si prefieres, te lo ponemos a ritmo de hip-hop. Y por supuesto que traducido al catalán, al gallego y al euskera, no vaya a ser que se nos mosquee un ornitólogo.

Desde hace unos años, esa criatura invisible pero real que conocemos como Estado da muestras de una debilidad mental que parece irreversible. Si la Historia sigue existiendo como materia de estudio dentro de cincuenta o cien años -cosa que dudo-, en algún sitio se hará constar que la Administración de ese enigmático país que conocemos como España se volvió idiota a comienzos del siglo XXI. De la misma manera que sabemos que el rey Felipe V sufrió un peligroso ataque de melancolía a mediados de su reinado, del que en realidad no volvió a recuperarse nunca, también podemos fijar la fecha aproximada en que nuestro Estado -es decir, ese ser esquizoide, dubitativo, débil, acomplejado y aquejado de múltiples crisis de identidad- sufrió una melancolía persistente de la que nunca logró recuperarse. A fuerza de ser paternalista, comprensivo, amigable, obsequioso, zalamero y consentidor, como un tío lejano que intenta ganarse el afecto de los sobrinos que sólo ve el día de Navidad -en este caso, el día de la declaración de Hacienda-, el Estado se ha vuelto tonto. Reniega de cualquier clase de poder coercitivo o siquiera regulador (¿por qué se fabrican coches que superan los 140 kilómetros por hora?, ¿por qué no hay severas penas de cárcel para los conductores borrachos que superan los límites de velocidad?), y recurre al milagroso concepto de la "concienciación", que si no recuerdo mal fue puesto en circulación por los curas más o menos marxistas hacia 1960. "No corras, no bebas, no cambies de ruedas". Insuperable. Uno lo oye y le dan ganas de coger la guitarra (incorrupta) de Víctor Manuel. O tal vez la de Raimon.

Supongo que existen varias razones de que el Estado haya entrado en esta fase alarmante de postración intelectual (llamémoslo así). Para empezar, la infantilización imparable de la sociedad, desde los adultos a los mismos niños, y desde los políticos a sus electores, o desde los programadores de televisión a los espectadores. Todos nos estamos convirtiendo en un niño caprichoso, irresponsable, babeante e insaciable, que además es politoxicómano (adicto a internet, móvil, sexo, juventud, fútbol, prejuicios, ideologías y mil sustancias adictivas más), y que por lo tanto no tolera restricciones ni reglamentaciones de ningún tipo. Pero hay otras muchas causas. Una de ellas es la dispersión del Estado en 17 entidades autónomas, que se administran a la manera de una monarquía absoluta, con sus correspondientes validos, cortesanos, peluqueros, chambelanes, lacayos y confesores (los medios de comunicación adictos suelen representar muy bien el papel del confesor real).

Y otra razón es que los partidos políticos se han apropiado de la Administración Pública, a la que han procurado privar de toda independencia, bien sea usurpando sus funciones o regulándolas de una forma que anule toda iniciativa propia. Hoy por hoy, la Administración se ha convertido en un apéndice más de los partidos políticos y se guía por los mismos principios que premian la mediocridad y la obediencia. Sí, eso mismo: "No corras, no bebas, no cambies de ruedas".