La incertidumbre genera desasosiego. No saber si nos equivocamos al escoger una película en vez de otra, pasarnos eternos minutos escudriñando la carta de un restaurante y notando la fría mirada del camarero sobre nuestro cogote o no dominar lo suficientemente un idioma como para hacernos entendibles son situaciones que, ¿para qué negarlo?, incomodan. Pese a que la opción de poder elegir es uno de los grandes logros para el disfrute de la democracia, no niego que a mayor oferta y posibilidades de elección, más dudo. Por lo tanto, más dosis de congoja pasean libremente por mis venas. La disciplina de la Física dice que el Principio de Incertidumbre significa que el Universo es más complejo de lo que se suponía, pero no irracional. Al no ser de ciencias, sino de letras (y a duras penas), cometo el pecado mortal de reinterpretar libremente la máxima para, de esta manera, quedarme con la idea de que, aunque la complejidad de alternativas es, efectivamente, un marrón tampoco hay para tanto. Ay, si Einstein levantara la cabeza.

Dicho esto, pasemos al plano de lo lúdico y ocioso. ¿Qué vamos a hacer esta noche? ¿Velamos a nuestros muertos o nos disfrazamos de Brujas Pirulas y nos dedicamos a asustar a los viandantes que paseen por la calle? ¿Nos vamos a dormir temprano o esperamos a que unos niños, embutidos en unas mallas verdes de Tortugas Ninja, golpeen nuestra puerta al grito de "truco o trato"? ¿Colocamos una calabaza fantasmagórica, con vela incluida, en el alféizar de la ventana o dejamos los geranios allí donde estaban y, de paso, aprovechamos para regarlos? Reconozco que sentí ciertos prejuicios al ver que mi vecina ataviaba una calabaza con un sombrero cordobés y la dejaba plantada en el descanso de la puerta. "¿Qué es esto?", pregunté. "¿No lo ves?", respondió. "Vaya, el enésimo diálogo de besugos en lo que va del día", pensé. "Está claro. Me regalaron el sombrero, me sobraba esta carcasa y he decidido alegrar el vecindario. Espérate un momento que con la pulpa del fruto he hecho una crema y te he preparado un bote para que cenes" y desapareció rumbo a la cocina. Y es que, al fin y al cabo, los prejuicios tienen eso. Te arriesgas a encontrarte frente a alguien que no los tiene y, tanto si es de manera consciente como inconscientemente, te hace ver que tu escasez de miras solamente te perjudica a ti. Ahora, cada vez que salgo de casa, sonrío al cordobés que guarda mi puerta.

Entiendo a aquellos que bostezan frente a los que realizan alegatos vehementes en defensa de lo "genéricamente correcto". La última vez que viví una situación de este tipo fue hace casi un año, cuando un conocido despotricó y calificó de vergonzoso al pobre Papá Noel. Uno de los contertulios salió en defensa del gordinflón de los renos preguntándole el porqué de su rechazo. La respuesta fue que no era una costumbre de aquí. "¿Y?", le cuestionó. "Y que lo nuestro son los Reyes Magos", se defendió. "¿Y?", repitió. "Y que eso fomenta el consumismo", vociferó. "¿Y?, ¿no tienes tú capacidad para elegir qué fiesta celebrar?", dijo. "Es muy complicado", finalizó.

El siglo XXI tiene eso. Muchas costumbres entrecruzadas y muchos miedos a perder las nuestras. Por de pronto, he tomado una decisión: esta noche me vestiré de Superman y golpearé la puerta de mi vecina al grito de "truco o copa".