Hace poco me mandaron el estudio que los archiveros María José Massot y Pedro de Montaner acaban de publicar en el Servei d´Arxius i Biblioteques del Ayuntamiento de Palma. El título no podía ser más descorazonador, "La documentación sobre la tisis entre 1718 y 1813 en el Arxiu Municipal de Palma". En un primer momento pensé en deshacerme de este papelote por medio de unos guantes de goma como los que usan los sanitarios en las situaciones de emergencia. Pero como soy capaz de leerme cualquier cosa, desde el pormenorizado tratado de ciencias ocultas que es el nuevo Estatut d´Autonomia de Catalunya, hasta los descoyuntados pies de foto del "Diez Minutos", me puse un CD de Simon and Garfunkel, elegí "The only living boy in New York" y empecé a leer este estudio. Como siempre, buscaba la aparición de un borroso Jordá o una borrosa Forteza, quién sabe si tabernera o pescador o sirvienta o platero, que pudieran haber formado parte de mis inconspicuos antepasados (inconspicuo significa poco notable, descolorido, oscuro, insignificante: es un adjetivo que Borges usaba mucho y que por eso pongo aquí).

El caso es que no encontré ninguna referencia a estos hipotéticos antepasados míos. Lo que sí encontré fue la trama de una novela sobre la Palma de la segunda mitad del siglo XVIII, una época que no cuenta aún con una novela palmesana que pueda considerarse memorable (aunque quizá me equivoque: casi no hay época que no haya inspirado ya docenas de novelas, y es posible que alguna de ellas, si existen, sea digna o incluso notable). Porque este estudio, sin proponérselo -o sí, ya que a ratos asoma en él la traviesa mirada de un narrador casi involuntario- ofrece una multitud de tramas relacionadas con dos de los temas esenciales del arte narrativo: la muerte y la codicia. En el siglo XVIII existía la obligación legal de destruir todos los objetos que habían estado en contacto con los muertos a causa de la tisis, y esos objetos a veces eran muy valiosos si se trataba de personas de la nobleza. Todo ello daba lugar a situaciones de feroz humillación por parte de los familiares y de los mismos enfermos (que a veces debían observar, en sus últimas horas, cómo un puntilloso escribano hacía el inventario de sus bienes), pero también sacaba a flote lo peor del ser humano. Como siempre ocurre, la comedia más sórdida se presentaba de improviso en mitad del drama. Mientras se estaban llevando el cadáver de un desgraciado, sus familiares recurrían a todo tipo de argucias para esquivar la ley que les obligaba a destruir sus bienes. Y todo eso está consignado en el nítido lenguaje de los documentos de la época, en el que aparecen tanto los registros cultos como los coloquiales (cualquier documento actual está escrito en un lenguaje mil veces más apolillado que el del siglo XVIII).

Hay personajes reales que están pidiendo a gritos un novelista que los rescate de las sombras. Ahí está, por ejemplo, el doctor Gotarredona, un reputado facultativo ibicenco -así lo definen los autores- que en 1776 no dudó en alterar un certificado de defunción para impedir que una de las principales familias de la isla tuviera que destruir las propiedades de doña Maria-Antònia Bottino (el pillastre Gotarredona esperaba, a cambio del favor, un título de hidalguía). Y doña Magdalena de Bordils, de la que un médico nos dice que poseía "un vivísimo y avisado espíritu". Y el joven médico Cristòfol Trias, que vivía en Inca y que demostró ser un espíritu muy poético, ya que atribuyó la enfermedad de unos lugareños de Búger a "los vientos australes y boreales demasiadamente fríos". O la viuda doña Josepa de Tamarit, que murió en un caserón de la calle Sindicato y cuyas joyas debieron ser destruidas por el platero Francesc Pomar (chueta, según se encargan de precisarnos los autores, tal vez arrugando la nariz con un gesto de destemplado esnobismo).

Y para acabar, tengo una cosa muy clara. Esta novela, si alguna vez se escribe, debería estar muy alejada de la impotencia emocional que hizo posible el esnobismo de don Llorenç Villalonga, cuya sombra parece flotar sobre estos comentarios pueriles. Una novela así se merece el espíritu de generosidad y de amor a la vida que ha inspirado a los mejores novelistas, desde Cervantes hasta Tolstoi y desde Dickens hasta Nabokov. Y la vida, lo siento, le venía muy grande a don Llorenç.