La llampuga es un bicho ex-traordinario: proporciona espectáculo visual en el mar, el placer de la pesca movida, una delicia gastronómica, un argumento para escribir libros y un viejo recurso para reportajes y artículos. Da para eso y más. Es difícil que en el otoño mallorquín no se registre, de manera recurrente, la presencia de la llampuga en el top ten de los protagonistas de lo cotidiano. Es una rutina con la que hay que colaborar para que no se pierda.

QuiEn solo haya visto el lomo azul metálico de las llampugas en los mostradores de las pescaterías no puede comprender jamás las palabras de Miquel Barceló cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes y dijo usar en su trabajo "las sensaciones terriblemente sensuales y terrestres de pescar llampugas amarillo limón plateado" ¿En qué quedamos, azul o amarillo? Sólo quienes han tenido ocasión de vivir en directo el primer minuto de una llampuga fuera del agua pueden dar respuesta. En un espectáculo de transformismo cromático, la pigmentación dorada de la llampuga recién pescada se convierte en azul cuando da los últimos coletazos en la cubierta de la embarcación.

Las experiencias de los neófitos suelen ser las más reconfortantes. Luego, la rutina y la profesionalización proporcionan un mayor rendimiento pero carecen del atractivo terremoto emocional de quien vive por primera vez un episodio deslumbrante. Así pasa en el amor y en algo muy parecido: la pesca de la llampuga.

Ser novato en este oficio da mucho de sí. De entrada recibes los consejos absolutamente contradictorios de los más curtidos especialistas que, en cuestiones de pesca, son legión. Viene uno y te da una clave: el plomo de la fluixa a no más de cinco metros del cebo. Tu siguiente asesor se escandaliza cuando le dices que llevas el plomo a cinco metros porque a menos de diez, y con tres quitavueltas, no tienes nada que hacer. Empezamos bien.

En Mallorca la mayoría de pescadores ocasionales de llampuga utilizan dos cañas fijas en su embarcación, que se doblan casi en ele cuando queda un ejemplar atrapado. Josep Pla, sin embargo, aconseja que se prescinda de la caña y que el pescador sostenga en hilo entre sus dedos. Asegura que no hay nada como sentir entre las yemas del índice y el pulgar el tirón contundente de una picada de llampuga. Como siempre, el de Palafrugell no se equivoca. El tirón no sólo despierta una sensibilidad tántrica en las manos sino que ajetrea las palpitaciones, que van muy bien para corazones exhaustos. La intensidad de la picada viene dada por la propia voracidad de estos depredadores. El maestro Pla sostiene que todos los peces son bobos, que es el único animal lo suficientemente idiota como para picar en un anzuelo y atribuye esta tontería a su gula bulímica que, al igual que a algunos seres humanos -les hace perder la croqueta y hasta la vida-.

La llampuga no sólo avisa con fuerza que ha picado sino que se deja ver. Y lo hace saltando con ímpetu fuera del agua para tratar de deshacerse de un extraño objeto que le tira de la boca. A estas alturas, la impresión del pescador novato ya ve superada su capacidad emocional. Pero aún le queda tirar del hilo y embarcar su presa. Algunos, los más novatos, al ver a lo lejos el salto malabarista de la llampuga celebran la pesca. Craso error. A pesar de toda su corpulencia de cabeza -pez toro-, es de boca débil, come con la punta del labio y, en consecuencia, suele escaparse del anzuelo cuando se acerca a la barca captora.

Por si fuera poco, la llampuga siente una irrefrenable atracción por los objetos flotantes; tanto es así que los pescadores, a mediados de setiembre, suelen colocar capsers, artilugios de ramas de árbol, bajo los cuales la llampuga se cobija. Y con esta extraña querencia, el pescador novato se pregunta qué hacer cuando tiene un buen ejemplar atrapado pero que se niega a salir de debajo de la propia barca.

En el supuesto de que, finalmente, suba la captura a bordo, empieza entonces en la bañera de la barca una danza eléctrica de latigazos de un animal que rechaza con fuerza su destino al tiempo que salpica de sangre todo lo que le rodea.

Este año, por lo visto,es mal año. Los llamps no han traído las llampugas deseadas. En cualquier caso, como el título del libro, hay que rendir veneración al "mito del otoño mallorquín".

Jordi Bayona es periodista.