He vuelto a ver Los pájaros, de Hitchcock, y he sentido un miedo similar al que viví en mi adolescencia, cuando la vi por primera vez. La violencia de las aves rebeladas y la impotencia del hombre ante su invasión me produjo ahora una profunda desazón, un miedo más controlado. La programación de Los pájaros en la tele, un rato después de que en un informativo se hablara de la gripe aviar, era quizá pura casualidad, pero algunos la verían ya bajo los efectos del miedo que la anunciada pandemia ha desatado. El miedo necesita siempre caras, morros o picos. Unos días más tarde, en Barcelona, paseando por el claustro de la catedral, unos niños daban de comer a los cisnes y se acercaban a ellos: aquella cariñosa relación tenía los días contado; entre las noticias que escuché en seguida se hallaba la del descubrimiento de un cisne con anticuerpos. Por la información con la que yo contaba era imposible que un ave infectada pudiera volar desde Turquía a España, pero cuando Miriam Gómez, la viuda de Cabrera Infante, me anunció alarmada que la gripe aviar había llegado a Grecia no tuve tiempo de calcular si era el momento de empezar a ver a un pájaro con desconfianza. Miriam, por lo pronto, trataba de limitar el amor de su nieta por los pajaritos y ponía en cuarentena su propia pasión por los gorriones. Recordé a una anciana señora de la isla de La Palma que se acicala elegantemente al alba para dar de comer a sus gallinas. Su hijo, el zapatero Blahnik, le acaba de regalar un gallinero que es un palacio. ¿Llegará hasta allí el miedo? De un brillante artículo de Gustavo Martín Garzo rescato una cita de Gómez de la Serna: "Las gallinas están hartas de denunciar en las comisarías que la gente les roba los huevos".