El difunto Saul Bellow (y cómo me duele tener que certificar su, cómo llamarlo, estado vital) se quejaba de que el público norteamericano era tan exigente, en cuanto a la veracidad de los datos que aparecían en una novela o en un artículo periodístico, que a veces le resultaba mortificante escribir una escena muy sencilla sobre el encuentro de una pareja en un hotel. Si Bellow tenía que escribir que el personaje A se encontraba con el personaje B en un hotel, y luego iban a una farmacia, y después iban a comer al local de una cadena de restaurantes, en seguida se ponía a pensar en las posibles objeciones que un lector maniático de la exactitud podía hacerle. ¿Cuántos pisos tenía el hotel Astonia, por ejemplo? ¿Podía verse la antena de televisión de ese hotel desde la esquina de la calle 72? ¿Cuánto valía un tubo de pastillas de Librium? ¿Y qué clase de mostaza se ofrecía en los establecimientos Nedicks?

Pero el lector norteamericano es así. Cuando paga por un libro o por una revista sus buenos diez o quince dólares, pretende que todos los datos que se le facilitan sean reales. No hace mucho tiempo, por ejemplo, el escritor inglés Nick Hornby se quejaba de las exigencias abrumadoras del departamento de investigación de datos de la revista "The New Yorker". Cada vez que Hornby mandaba una crónica de un partido de fútbol o evocaba una de las canciones que más le gustan o citaba a un actor de una película que había visto en su juventud, recibía un montón de correos electrónicos de la redacción de la revista: "¿Has comprobado si el Liverpool perdió realmente por 1-3 en el último partido de la liga de 1985?" "¿Estás seguro de que fue Tony Visconti el productor del segundo LP de David Bowie?" "¿Es correcta la grafía del inspector Clouseau que ponías en el artículo sobre "La pantera rosa?" Todo el mundo sabe que "The New Yorker" paga muy bien las colaboraciones, pero Hornby se hartó de tener que dedicar casi todo su horario laboral a comprobar menudencias. Era un escritor, no un jugador de Trivial. Y lo mandó a paseo.

Esta obsesión por la fiabilidad tiene sentido -y sólo hasta cierto punto- cuando se trata de un ensayo de no ficción, pero cuando se trata de una novela o de un libro que juega con la memoria y la imaginación (esas dos caras de la misma moneda), la idea resulta cómica o incluso entra en el terreno de lo muy peligroso. La ficción sólo tiene dos reglas: la primera es que debe resultar verosímil; la segunda, que debe aspirar a revelar una verdad profunda que afecte a algo que tiene que ver con el alma humana. Un escritor no tiene por qué saber cuántos pisos tiene el hotel Waldorf-Astoria. Si tuviera que documentarse de forma exhaustiva sobre todos los datos que aparecen en sus novelas, es seguro que se volvería loco en muy poco tiempo. Y ya hay demasiados escritores locos o alcoholizados o anonadados por la temible tarea de asomarse al abismo que se esconde en cada vida humana: un abismo, por cierto, en el que lo mismo se puede hallar la belleza más deslumbrante que el horror más atroz. Mientras una pareja de enamorados recrea el universo en una habitación de hotel, un psicópata viola a una niña en la habitación de al lado.

Pero lo curioso del caso es que los norteamericanos no tienen el mismo nivel de exigencia de veracidad en las actuaciones de sus políticos. Las armas de destrucción masiva que supuestamente existían en Irak pertenecían a un género de ficción no muy distinto del que inspira las novelas de Harry Potter, y aun así, casi nadie le ha pedido responsabilidades al inventor de esas quimeras.

Las enseñanzas de la Biblia que muchos norteamericanos pretenden introducir en las clases de biología tienen la misma credibilidad que las tramas de las novelas sentimentales que tanto disgustan al gran Juan Marsé. Y la sonrisa de un congresista es una falacia mucho más inverosímil que todas las novelas que escribió el taciturno Howard Ph. Lovecraft en su casa de Providence. Así que seamos consecuentes. Si queremos que la realidad incuestionable suplante a las torpes creaciones de la ficción, si queremos que sólo los personajes genuinos tengan derecho a la existencia, entonces George Bush no puede ser más que el protagonista de una novela barata, mientras que cualquier criatura de Bellow -como el bondadoso y perplejo míster Sammler- debería ser el presidente de los Estados Unidos.