La sesión de control al Gobierno del pasado miércoles versó, cómo no, sobre el Estatuto catalán y, en síntesis, fue un pintoresco cruce de acusaciones entre el jefe del Gobierno y el líder de la oposición en que ambos políticos arrojaron a la cara del adversario la tesis de que su oponente está crispando irresistiblemente a la sociedad por la cuestión estatutaria. Desde hace semanas, Rajoy asegura que Zapatero ha sido un "irresponsable" por no haber frenado a tiempo la propuesta del ´Parlament´ y Zapatero afea a Rajoy que no se ocupe de los verdaderos problemas de los españoles y entretenga a su clientela con invocaciones alarmistas.

El debate discurre, pues, en torno a cuestiones de oportunidad, de competencia; alrededor de rivalidades de poca monta, que se relacionan más con las estrategias de poder que con el fondo de los problemas. Y poco o nada se dice de la cuestión central: porque lo mínimo que cabe colegir de lo ocurrido (y de lo que todavía ocurrirá, de un modo u otro) es que Cataluña no se siente precisamente cómoda en el encaje constitucional que le ha tocado en suerte. Se podrá dudar de la intensidad de tal inquietud pero no de la incomodidad misma: el 90% de los parlamentarios catalanes está detrás de esta afirmación embarazosa.