Paco Larrañaga es un joven filipino, por su madre, y español, por su padre, que ha pasado toda su vida en Filipinas. Hace ocho años fue detenido, junto a otras seis personas, bajo la acusación de secuestro, homicidio y violación de una joven filipina y del secuestro de su hermana. El crimen, por la brutalidad de la acción y la pertenencia de los acusados a conocidas y poderosas familias de aquel país, tuvo una enorme repercusión popular. El juicio contra los acusados terminó con una sentencia de muerte para el joven Larrañaga. Su familia, de inmediato, inició una campaña a nivel internacional proclamando su inocencia y denunciando irregularidades en la investigación y el juicio que llevaron a su condena. El caso pasó desapercibido en España durante mucho tiempo, hasta que varios medios de comunicación se interesaron por el asunto.

Su aparición en los papeles lo convirtió, de inmediato, en foco de atención de nuestros políticos. Una delegación parlamentaria española aprovechó su presencia en Filipinas para interesarse por el asunto. Con la perspicacia que caracteriza a nuestros diputados, todos acabaron concluyendo que Paco era inocente. Su exhaustiva y laboriosa investigación del caso se basó en lo que les contó la familia del preso y una entrevista que tuvieron con él. No hablaron, desde luego, con la madre de las dos víctimas, ni con los catorce jueces del Tribunal Supremo que, unánimemente, firmaron la condena. Tampoco tuvieron en cuenta que la mayoría de los filipinos lo sigue considerando culpable.

La campaña mediática continuó y, al parecer, ha conseguido que nuestro Gobierno intervenga. Dada la condición de filipino del condenado poca cosa puede hacer por la vía del derecho internacional, que veta la protección diplomática para estos casos de doble nacionalidad, pues interferir en lo que los tribunales de un país decidan respecto a uno de sus nacionales se considera una inaceptable intromisión de los asuntos internos del mismo. Así que parece que la intervención va a ir por otras vías.

No es la primera vez que nuestras autoridades se inmiscuyen en asuntos judiciales de otros Estados. Hay que recordar, por ejemplo, la campaña a favor de Joaquín José Martínez, el español de conveniencia que estuvo un tiempo en el corredor de la muerte en Florida. Un jurado lo declaró, finalmente, inocente, sin que para ello hiciera falta ninguna intervención a nivel político, con el coste que conlleva para la relación bilateral meter las narices en lo que hace la justicia de un país amigo.

Lo que parece deducirse de todas estas trifulcas es que en España consideramos que podemos dar ejemplo al resto del mundo en el modo de impartir justicia. Y, si no, que se lo pregunten a la familia del pobre ciudadano que perdió la vida al ser atropellado por el bailarín Farruquito. La esposa y los padres del fallecido todavía no saben cómo dar las gracias al juez que ha impuesto al famoso flamenco una severísima condena de dieciséis meses de prisión (que no tiene que cumplir) por los delitos de homicidio imprudente y omisión del deber de socorro. El caso ya está siendo introducido en todos los manuales de derecho penal de las mejores universidades de leyes del mundo: conduces a 80 kilómetros por hora en una calle limitada a 40, sin permiso de conducir, atropellas a una persona, te largas, no dices ni pío, arreglas el coche a escondidas, luego te pilla la poli y aseguras que el culpable es tu hermano menor de edad, al final no puedes negar la evidencia y, en lugar de entrar en la cárcel, te permiten quedarte en casita celebrando tu suerte comiendo langostinos.

Ignoro, por tanto, si el señor. Larrañaga es culpable o inocente, pero dudo muy mucho que España pueda dar una sola lección a nadie en el terreno judicial. Y si lo que está en el trasfondo de todo esto es el rechazo a la pena de muerte, quizás convendría plantearse si es mejor un sistema penal que recoge la pena capital o uno como el nuestro, en el que señores como Farruquito no llegan a pisar la cárcel y en el que terroristas condenados a cientos de años de prisión salen de la misma al cabo de unos pocos.

La solución a todo este entuerto quizás pase por firmar un acuerdo de cooperación judicial con Filipinas que lleve al juez del caso Farruquito a revisar el caso Larrañaga. No podía estar en mejores manos. Ya de paso, si se quiere acabar con el hacinamiento en las cárceles de aquel país, o de cualquier otro, se les puede vender, a módico precio, la totalidad de nuestro ordenamiento penal, que permite que asesinos reincidentes se paseen tranquilamente entre nosotros después de unos añitos a la sombra.

Gaudencio Villas es diplomático.