La decisión de la Mesa del Congreso de tramitar la propuesta de reforma estatutaria remitida por el Parlamento autonómico de Cataluña, y que supone que el texto será objeto de debate de totalidad en el Pleno de la Cámara Alta para ser remitido después muy probablemente a la Comisión Constitucional donde será negociado, constituye sin duda un acierto. Ello no obstante, conviene señalar que muchas de las prevenciones manifestadas por el Partido Popular están plenamente fundadas, por lo que ni tendría sentido ignorarlas ni la actitud reacia del principal partido de la oposición habría de suponer un inconveniente para contar con él, si es posible, en la obtención de un consenso parlamentario final en torno a la citada reforma.

En la Mesa del Congreso no se escenificó, pese a las apariencias, una discusión jurídica sino un debate puramente político sobre si la reforma debe ser o no gestionada por el Parlamento español o, sencillamente, rechazada a priori con el argumento, nada fútil, de que es claramente inconstitucional. En realidad, la pretensión del PP de que se demorase la tramitación hasta que se contase con ciertos informes era una simple argucia dilatoria. Y la otra objeción, la de que la propuesta debería ser tramitada como reforma constitucional, también era una estratagema para impedir el debate. Pero ese debate de la propuesta catalana era y es un imperativo político y moral del régimen. De un régimen que desde su nacimiento ha tenido que hacer frente al fenómeno del terrorismo. Desde siempre, los demócratas hemos esgrimido frente a la horda etarra el argumento de que cualquier aspiración política de carácter secesionista o revolucionaria podía ser defendida legítimamente en el marco institucional vigente, siempre que se hiciera pacíficamente y por los procedimientos democráticos tasados en la Constitución.

En Cataluña, la propuesta de un nuevo Estatut se ha efectuado pacíficamente y por los procedimientos reglados en el ordenamiento. Y, al contrario de lo que sucedía con el ´plan Ibarretxe´, que ni siquiera respetó las normas procesales establecidas, cuenta con un respaldo abrumadoramente mayoritario de los representantes legítimos de los catalanes. Así las cosas, resultaría políticamente inadmisible, ofensivo para Cataluña e inexplicable desde el punto de vista de la integridad democrática, que el Parlamento español se negase siquiera a escuchar la propuesta o a debatirla convenientemente.

No se ve, pues, la necesidad de dramatizar el trance, de declarar -como han hecho Gabriel Cisneros o Eduardo Zaplana- que estamos asistiendo a los prolegómenos de la "desaparición del Estado" o del "entierro del régimen". Sobre la mesa no hay más que una propuesta muy controvertida que, o se adapta a la legalidad vigente, o no prosperará. En este último caso, caben dos opciones: que el Parlamento catalán reconsidere su proyecto o que desista de él. Y, de cualquier modo, quien pretenda reformar la Constitución española -una pretensión perfectamente legítima-, ya habrá podido comprobar que semejante objetivo no puede conseguirse por vías indirectas: la Carta Magna, que es "abierta", establece los procedimientos para conseguirlo.

Nos encontramos ante un proceso político embarazoso, incómodo, que pudo haberse conducido por cauces más tranquilos y eficaces si hubiera cundido la cordura. Pero ni el Estado ni el régimen están en peligro. Conviene establecerlo así con claridad para que todo lo demás resulte inteligible.