Se despidieron de él sobre las seis menos cuarto de la mañana. Antes habían salido toda la noche por la zona de bares del pueblo, un rato aquí, otro rato allí. Como son chicos jóvenes harían lo mismo que todos: tontear con unas, tomar un trago, fumarse un cigarrillo, quién sabe, igual hablaron del trabajo, ahora que termina la temporada en los hoteles, o de las últimas asignaturas que le quedan a uno para terminar químicas o del inicio liguero, ya saben, del Madrid, del Barça. Cosas que se han hecho siempre, pequeñas ilusiones que nos redimen de las otras, también pequeñas, miserias de las que se compone la vida. A las seis menos cuarto le dejaron en casa y quedaron en verse al día siguiente. El chico bostezó. Tenía sueño y ya era tarde. Apenas sumaba veinte años. Luego nadie sabe muy bien qué ocurrió. A la media hora, el muchacho apareció carbonizado en su coche a apenas tres o cuatro kilómetros de su pueblo natal. Parece ser que se quedó dormido al volante por una fracción de segundo y que el coche derrapó y chocó contra un muro. El vehículo se prendió y el joven murió sin darse cuenta de nada. Las gentes piadosas del pueblo aseguran que, al menos, no sufrió.

Cuando uno escucha estas historias y conoce estos dolores siempre intenta preguntarse si hay un porqué. Se diría que la vida se compone de una sucesión de azares, algunos hermosos, otros tristísimos que nadie puede controlar. Si el coche hubiera salido unos minutos antes o unos minutos después, si hubiera mediado una llamada de teléfono o no, si se hubiera acostado en lugar de no hacerlo, el chico seguramente seguiría con vida. Pero eso poco importa. A menudo, los familiares o los amigos tienden a culpabilizarse o a justificarse planteando un hipotético si: si no hubiera salido, si no le hubiera animado a tomar una copa más, si... Pero este si pertenece al pasado y el pasado nunca cambia. Y a medida que la memoria desaparece, el pasado queda fijado en la nada, ni siquiera en el recuerdo, sino sólo en un punto fijo del tiempo que algún día fue y que ya no es.

Ante la muerte uno nunca sabe qué decir o qué pensar. La muerte nos deja mudos, sumidos en un dolor que transmuta la palabra en gemido, sin saber con quién pasar cuentas. Hay cierta sabiduría popular que asegura que el tiempo lo cura todo, pero yo no lo creo. El tiempo, en todo caso, nos permite reelaborar el dolor, hallarle un cierto sentido. Para unos puede ser el azaroso peso del destino, para otros la misteriosa voluntad del Señor. Habrá quienes se sientan reconfortados por la heroicidad de una vida o por la dignidad con que la vivió. A mí me gusta pensar que los muertos nos juzgan y que de este modo somos los legatarios de la muerte. De ahí que la vida sea como un campo arado que se riega con el amor de aquellos que comparten o han compartido nuestros desvelos y nuestras cuitas y cuyos frutos nunca nos pertenecen del todo. Porque son nuestros y, a la vez, no lo son.