África está formada por cincuenta y cuatro naciones, y ocupa una superficie de treinta millones de kilómetros cuadrados -tres veces Europa o diez veces la India- en los que habitan cerca de 800 millones de personas, que serán unos 1.400 millones en 2020 (el Sida y las guerras fratricidas pueden ralentizar levemente esta progresión). En África Subsahariana viven hoy 650 millones de personas, que serán 1.150 millones en el 2020. En la centuria que media entre 1930 y 2030, la población del África Subsahariana se habrá decuplicado; y la urbana, se habrá multiplicado por cien. Todos estos individuos se estructuran en centenares de lenguas y culturas. Y la mitad de todos ellos tiene menos de 25 años, lo que constituye un potencial demográfico e intelectual de valor incalculable. La riqueza material del continente es extraordinaria, por más que su población viva postrada en la miseria y en la más flagrante incultura, sin que la cooperación internacional haya conseguido otro objetivo que evitar, si acaso, el hambre física en sus formas más extremas.

Pues bien: Michel Rocard, uno de los líderes socialistas más brillantes de las últimas décadas de la política francesa, antiguo primer ministro, se ha ocupado del problema africano tras su retirada de la primera fila de la política. Y publicó hace unos pocos años un breve libro decisivo, "Por otra África" [Flammarion. Paris, 2001], de lectura obligada para quienes sientan preocupación por la cuestión africana, o, en general, por los desequilibrios Norte-Sur y sus consecuencias. Tras constatar el relativo fracaso de los sucesivos acuerdos de Lomé con que la UE ha ido gestionando su insuficiente acción cooperativa con el Tercer Mundo, Rocard realiza un pertinente ejercicio intelectual: describe someramente, con trazos luminosos, el agraviante papel jugado por Occidente con respecto a África. "Las cuantías de la ayuda pública al desarrollo decrecen regularmente; los flujos de capital privado han desertado completamente; el número de cooperantes internacionales disminuye; las misiones de paz de la ONU no incluyen soldados de fuera del continente (a diferencia de lo que ha ocurrido en Bosnia, en Kosovo o en Timor)". Esta actitud "puede tener un efecto boomerang en algunas décadas. Ayudar a Africa a salir de su drama es para el mundo, y para Europa sobre todo, un certificado de seguridad. Y ésta es la razón más poderosa para acabar con la indiferencia".

De cualquier modo, Rocard, realista, tampoco piensa que la filantropía o el afán benéfico de reparar los agravios históricos vayan a resolver el problema de África. Y describe las amenazas que nos acecharán a buen seguro si no hacemos algo con urgencia. El opúsculo mencionado es en este sentido premonitorio (recuérdese que fue publicado en 2001). En primer lugar, Rocard anuncia que, si los países desarrollados bajan los brazos con resignación y no actúan, sobrevendrá en África un aumento general de la violencia que a su vez "inducirá otras dos consecuencias cuyos efectos pueden llegar a ser muy peligrosos. La primera es que la violencia proporciona el mejor de los terrenos para la difusión del terrorismo islámico [?] El problema mundial del terrorismo islamista cambiaría de dimensión, en un mundo en que la armas de destrucción masiva serán cada vez más accesibles a los países pobres". "La segunda consecuencia -sigue escribiendo Rocard- concierne a las migraciones. Los países desarrollados consiguen todavía aceptablemente prohibir el acceso a su territorio de los emigrantes africanos. Pero es preciso tomar en cuenta un crecimiento constante de esta presión, y una imagen internacional cada vez más repulsiva de la inhumanidad necesariamente creciente con que nuestras policías rechazarán estas innumerables demandas de asilo económico?".

La previsión se ha cumplido.