No se entenderá bien la confusa situación actual con respecto al proyecto de Estatuto catalán si no se recordara que, en vísperas de las elecciones autonómicas del 2003, todas las fuerzas catalanas -salvo el PP- apostaron muy enfáticamente por la reforma estatutaria como elemento central de sus programas electorales. En aquellas circunstancias, Rodríguez Zapatero, todavía líder de la oposición, garantizó que aquel designio se materializaría si él gobernaba. Después se formó el ´tripartito´ y, antes del 14-M del 2004, arrancó el proceso estatutario catalán que acaba ahora de cumplir una de sus fases. Una fase muy disputada en que el consenso entre socialistas y nacionalistas sólo ha sido posible alrededor de una propuesta extremada e inconstitucional, y por lo tanto muy incómoda para el gobierno y el partido socialistas que tienen ahora que gestionarla.

En teoría, este proceso pudo haber sido frustrado por el PSC-PSOE en Cataluña. Una parte seguramente mayoritaria de la opinión pública piensa que Maragall debió haber apretado más las tuercas a los nacionalistas para lograr al menos que las tesis del Consell Consultiu se hubieran trasladado al proyecto estatutario. Otra parte cree en cambio que se hizo cuanto se pudo y que es ahora cuando ha de actuar el bisturí de la constitucionalidad. Lo cierto es que el proyecto estatutario, más radical de lo que cabía imaginar, está llamando a las puertas de las Cortes Generales y que la actual mayoría no tiene más que un camino practicable: gestionarlo para reducirlo a unos límites aceptables y aprobarlo si el nacionalismo catalán acepta la rebaja. En definitiva, es lo que también hizo el Congreso de la República con el Estatuto de 1932.

Desde el arranque de la actual legislatura, fue evidente que el gran asunto que marcaría no sólo la agenda política sino también la correlación futura de fuerzas sería el debate territorial, que incluye, junto a la reforma estructural del Estado de las Autonomías, el encaje de Cataluña en el modelo y el desarrollo del ´problema vasco´ hacia un hipotético y deseable desenlace. Hay quien reprocha hoy a Rodríguez Zapatero que se haya prestado a "abrir el melón" territorial, en vez de hacer lo que su predecesor, encastillarse en la inmovilidad más absoluta. Es un asunto evidentemente opinable pero la experiencia demuestra que aplazar los problemas suele dificultar y aun imposibilitar su solución. De cualquier modo, es claro que hoy nos encontramos en la fase más delicada de ese proceso: el momento en que han de conciliarse las pretensiones máximas de Cataluña con la voluntad general del Estado.

Llegados a este punto, es evidente que ya no hay marcha atrás. El rechazo a la propuesta estatutaria catalana, inaceptable en su versión original porque colisiona con aspectos fundamentales de la Constitución, supondría no sólo la negación de la dialéctica que está en la base del método democrático sino un desaire grave a la voluntad de Cataluña. La negociación debe, pues, producirse a la vista de todos en la Comisión Constitucional, y cada cual habrá de asumir después la responsabilidad de su propia posición.

Nos encontramos, en fin, en el momento más delicado de la reforma, justo en el instante en que se están produciendo la digestión de la propuestas catalana y las alineaciones ideológicas a su alrededor. El desenlace del proceso está íntegramente por escribirse. Se trata apenas de explorar la posibilidad de que Cataluña consiga mayor comodidad en el seno del Estado mediante una evolución del consenso en torno a su marco institucional. Nada más y nada menos que eso.