El fenómeno de la inmigración, agravado en los últimos años por la propia globalización que permite a cualquier ciudadano del mundo envidiar y emular con más fundamento al que vive mejor que él, obedece a bien conocidas reglas socioeconómicas, por otra parte bien simples. Y como no se remedia, sino al contrario, el principal factor desencadenante, que no es sino la existencia de abismales diferencias de renta y bienestar, el movimiento se agrava y crece, y muchedumbres cada vez mayores llegadas del Sur presionan sobre el Norte en demanda de una oportunidad vital que ponga fin a su calvario de miseria y falta de horizontes. Los emigrantes están además poseídos de la "energía de la desesperación" (así ha definido su arrojo el gobierno marroquí ), y ello agrava las tensiones que provocan en las fronteras de los países desarrollados.

La inmigración es -como casi todo en esta vida- ambivalente. Genera diversidad, saludable mestizaje, actividad, riqueza. América es por ejemplo el fruto de capas sucesivas de inmigración, que han dado lugar a sociedades muy pujantes. Pero en las viejas sociedades occidentales produce también perturbación, tanto porque interfiere en la homogeneidad cultural reinante cuanto porque introduce cambios y novedades que rompen la secular rutina. En cualquier caso, existe consenso -más o menos fundado en convicciones y no sólo en temores inconfesables- en que, en nuestros países desarrollados, ha de controlarse y graduarse la inmigración para que no desatente los equilibrios reinantes, no altere negativamente los procesos económicos y no produzca problemas de integración. Surgen por tanto las "políticas de inmigración", que no son más que reglas jurídicas que la limitan y la ordenan, en la medida de lo posible.

En consecuencia, ha habido que erigir murallas para impedir el paso a quienes tienen la osadía de intentar hacerse un sitio al sol del desarrollo, junto a nosotros. Paradójicamente, en tanto alardeamos de haber logrado derribar el ominoso Muro de Berlín, de haber abatido las fronteras interiores de la Unión Europea, de haber allanado las históricas lindes que nos fijaban al territorio, levantamos fronteras cada vez más altas para evitar la invasión exterior, para protegernos del otro, del extraño, del extranjero.

Lo preocupante es que los civilizados occidentales nos hemos resignado a esta situación. En cierta medida, tenemos razón -una razón en este caso salvadora- cuando decimos que nuestro modelo de convivencia se vería completamente trastocado si no protegiéramos nuestras fronteras de la invasión incontrolada. Pero no la tenemos en absoluto cuando mantenemos un discurso de defensa inflamada de los principios democráticos aquí dentro y nos desentendemos completamente de lo que ocurre fuera, extramuros de nuestra ciudadela europea. "La única forma de luchar por los esclavos de allí es luchar por los esclavos de aquí", dejó escrito Jean Paul Sartre. Pero este bello aforismo no ampara la hipocresía de no mirar a lo lejos para no ver a los desheredados de la tierra que nos imploran la oportunidad de prosperar con el sudor de su frente.

Hay ocasiones en que los problemas humanitarios son de tanta envergadura que resultan inabarcables. Pero ni siquiera en estos casos el muro con que tratamos de ocultarlos no nos ha de impedir ver que la solución existe, aunque sea a largo plazo. Es el desarrollo del Sur, que también depende en buena parte de nosotros.