El jacobinismo francés, surgido de los cimientos más profundos de la Revolución Francesa, ha decaído espectacularmente ante la más absoluta indiferencia de la ciudadanía. Tras un largo proceso, el 1 de enero del año próximo entrará en vigor en el país vecino una reforma constitucional realizada en el 2003 que refuerza considerablemente los poderes de las regiones y de los departamentos. Más de 130.000 funcionarios del Estado pasarán a depender de tales instancias administrativas.

La medida, aunque relevante en un país tan centralizado, es un pequeñísimo paso en comparación con la descentralización que supone en España el Estado de las Autonomías. De cualquier modo, los franceses han considerado el asunto un problema técnico, y no ha encontrado por tanto el menor eco popular.

De donde se desprende que la efervescencia política que aquí tiene la cuestión autonómica se debe exclusivamente a la presión que ejercen los nacionalismos periféricos. Al ciudadano le interesa la calidad de los servicios públicos aunque le resulta indiferente quien los gestione. Y por lo tanto, quienes reclaman enfáticamente más poder para sus comunidades autónomas no lo hacen para colmar una apetencia popular sino para satisfacer una ambición que es estrictamente política. Por decirlo más claro, aquí no se descentraliza por eficacia sino por ideología.