Este año arrasa una novedosa atracción turística: la fotografía ante termómetro urbano. Junto a los entrañables recuerdos veraniegos de siempre -el pisapapeles de metacrilato con leyenda alusiva, el cenicero "distraído" del restaurante o la toalla "requisada" del hotel-, hoy muchas maletas contienen imágenes de turistas solos o en grupo, en medio de un mar de coches, inmortalizados delante de un recuadro metálico donde campea una cifra en grados centígrados. El gesto de sonriente orgullo que acompaña a la instantánea es el del alpinista que acaba de coronar el K2. La nueva disciplina causa furor en algunos sitios que los meteorólogos nos han vuelto familiares. A ningún viajero dedicado al turismo por la península se le ocurre, pongo por caso, fotografiarse delante de un termómetro callejero de Sigüenza, Orense o Soria; en cambio, pocos se resisten a hacerlo si se encuentran en Toledo, Sevilla o Madrid. En los "top ten" del calor, el parte meteorológico es el disc-jockey de moda; una foto con un termómetro de estas ciudades es como una foto con Eminem o con Avril Lavigne.

En concreto, puedo hablarles de Sevilla. Como en muchas otras partes del Estado, estos días atrás la experiencia de pasar por sus calles ha sido algo inenarrable. Pues bien: no pocos turistas arrostraron el peligro cierto de una insolación con tal de fotografiarse al lado de un termómetro que marcaba 49º. ¿Qué fuerza impulsa a una persona a dejar de lado la cordura y jugarse el tipo de esta manera? ¿Por qué un señor -probablemente un probo padre de familia de un lugar donde a estas alturas el fresco nocturno obliga a taparse con una manta-, en bermudas y chanclas, olvida el sentido común e incluso el de supervivencia? Y, además, mientras el calor le derrite los sesos, pone cara de encantado de la vida... Como los cruzados que iban a Tierra Santa en la Edad Media, es preciso albergar una fe muy honda para desoír la llamada de la sensatez y posar a pleno sol a las cuatro de la tarde, con temperaturas dignas de las calderas de Pedro Botero. Sólo se me ocurre una explicación: el gusto contemporáneo por las actividades de riesgo. Para acción peligrosa, plantarse al sol en verano, y que se quite Van Damme.

¿Saben de los intrépidos "cazadores de tornados" que recorren los Estados Unidos en busca de estos briosos fenómenos atmosféricos? Recordándolos, y viendo lo que una buena promoción mediática puede llevar a hacer, he pensado que acaso podamos inspirarnos en ellos para revitalizar el mustio sector turístico mallorquín. Hay que empezar por ponerse al habla con el Instituto Meteorológico Nacional, y lograr que mencione todos los días en el telediario las temperaturas de vértigo de unas cuantas localidades estratégicamente repartidas por la isla. Podría establecerse un circuito de interior donde se combinase el calor insoportable con la ingesta de sobrasada, arrós brut, gató y herbes. Desde luego, habría que hacer una inversión inicial en termómetros urbanos, que a medio plazo resultaría rentabilísima. Créanme: visto lo visto en Sevilla, les garantizo un verdadero aluvión de cazadores de termómetros en busca de su correspondiente foto. Señores gestores de lo turístico: olviden parques temáticos y demás zarandajas. Publiciten el calor de es Pla e instalen termómetros; ahí está el futuro.