Dispuesta a escuchar estuvo el domingo la imagen muda de Santiago. El arzobispo de Compostela, ataviado en rojo y crecido por la mitra, respondió en nombre del cielo y de la tierra. Y para hablar con la estatua y escuchar al prelado estuvo el Rey. Con los tres actores en escena, empezó la función. Un paripé creado para que parezca que España le habla a su patrono cuando para lo que sirve es para que los obispos hablen de sus intereses. Un viejo auto sacramental con guión nuevo. Como la actualidad no encaja en los viejos autos sacramentales, el anacronismo estaba servido. Además, esta función (una sucesión de monólogos sin diálogo posible) mezcla realidad y ficción sin aviso, publicidad y noticias sin separación. El Rey parecía convencido de que el apóstol le ponía el oído. Y después de que le hablara al santo de lo que el santo ya sabía, empezó el arzobispo a responder en nombre del patrono de Galicia. Lo que a Santiago le preocupaba más, olvidado el chapapote, no era el terrorismo, ni las mujeres maltratadas, ni los abusos a menores en sacristías y colegios, sino que los homosexuales se casen y que el juicio moral de la Iglesia, que tanto se juzga a sí misma, se escuche. Pero Santiago se salió del guión y no le respondía al Rey, hablaba para otro. Las cámaras enfocaban a un actor del siglo XXI en medio del público: José Luis Rodríguez Zapatero. Mudo y sin derecho a réplica.

Y le dijo el arzobispo algo razonable: no es posible entender España sin tener en cuenta sus raíces cristianas. Y es verdad. Sin esa clave tampoco era posible entender el espectáculo. Ni la tradición española de intolerancia, dogmatismos, guerras y enfrentamientos. Ahora están los obispos empezando una cruzada para que entendamos España, para que viendo cómo actúan seamos fieles a nuestras raíces y volvamos a enfrentarnos.