Lo más inconveniente de la manifiesta tensión -y no todas las tensiones son negativas: las hay también creativas y fecundas- entre Barcelona y Madrid, entre Maragall y Zapatero, entre el jefe del tripartito que gobierna la Generalitat y el presidente del Gobierno, es que, con la doble alternancia, en la comunidad autónoma y en el Estado, no ha variado en absoluto la vieja sensación: una periferia eternamente descontenta e incansablemente reivindicativa trata de arrancar a "Madrid" jirones de poder y de dinero. Como en los tiempos de Pujol.

Es evidente que bajo esta pretensión siempre mendicante, exigente, victimista y agraviada de Barcelona, Maragall alberga un proyecto político "federal", sinceramente descentralizador, probablemente ajustado a este nuevo y hermoso concepto que el presidente de la Generalitat acuñó el miércoles en Madrid, el de "lealtad federal". Pero sería también profundamente injusto negar que bajo las prosaicas peticiones de Pujol existía también toda una filosofía del Estado, que nunca llegó sin embargo a exultar públicamente: lo que quedó de la cooperación entre CiU y los sucesivos gobiernos españoles fue el aspecto transaccional, perpetuamente mercantil, ávidamente requisitorio que tenían los intercambios políticos de los sucesivos gobiernos estatales con los nacionalistas. Y lo que ha saltado a los medios de comunicación -a la opinión pública- de la visita de Maragall a Zapatero es que aquél se ha llevado bajo el brazo un conjunto de dádivas y promesas. El único cambio fue escenográfico: en La Moncloa lucía, junto a la bandera española, la "senyera" catalana. Algo es algo.

Nada hay que pueda oponerse a una profundización realista del modelo autonómico, que habría de proceder del proyecto socialista. Pero esa emanación intelectual no se percibe: Maragall "arrancó" el miércoles al Gobierno central un conjunto de cesiones concretas, desde el traslado a Barcelona de la CMT al viaje oficial conjunto Zapatero-Maragall al Sur de Francia que dará impulso a la "eurorregión", pasando por varias cooperaciones administrativas -en ferrocarriles y aeropuertos-, la organización de la II Conferencia Euromediterránea, etc. Sin embargo, ni el tono cordial del encuentro, ni el buen ánimo de las partes, ni siquiera la coincidencia en el ánimo descentralizador pueden ocultar la más radical discrepancia en el fondo ideológico del asunto.

Concluida la entrevista, el ministro para las Administraciones Públicas tuvo que salir a desmentir a Maragall, quien, minutos antes, acababa de insinuar que Zapatero había aceptado que la reforma constitucional en ciernes sea "abierta", con el fin de incluir cambios en el modelo autonómico y la explicitación en su texto de la existencia de las tres "comunidades históricas" junto a la Comunidad Foral Navarra. Con toda claridad, los ritmos del cambio y probablemente también la naturaleza del mismo no son idénticos para el PSC y para el PSOE federal, y esta discrepancia, que es pública y persistente, debilita objetivamente al Partido Socialista y al Gobierno, desorienta a la opinión pública y dificultará extraordinariamente los pactos que Zapatero necesita con la principal oposición para llevar a cabo unas reformas institucionales que de ningún modo pueden plantearse unilateralmente.

Quien conozca a fondo los Estatutos del PSOE y del propio PSC llegará a la conclusión de que, retóricas aparte, no existe más que una única entidad política. Y si las cosas son así, ¿no es peligroso mantener hasta el límite la tesis contraria?