La Asamblea General de la ONU aprobó ayer una resolución, lógicamente no vinculante, en la que se exige a Israel que cumpla el dictamen del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya que declaró ilegal el muro construido en los territorios palestinos ocupados y proceda a su desmantelamiento a la vez que repare los perjuicios causados por su construcción. Sólo seis países -el propio Israel, EEUU, Australia y tres microestados- votaron en contra. Los veinticinco socios de la UE secundaron la propuesta de la mayoría, especialmente equilibrada ya que incluye una explícita y completa condena a todos los actos de violencia, terrorismo y destrucción. También hace un llamamiento a ambas partes para que cumplan con la Hoja de Ruta.

EEUU ha considerado la propuesta "desequilibrada" y el representante judío, que ha manifestado que "gracias a Dios la suerte de Israel no está en manos de este foro", ha reiterado que proseguirá la construcción del mismo de acuerdo con la ley, aunque según la percepción del Tribunal Supremo israelí -que, como es conocido, ha impuesto algunas leves modificaciones en el trazado- y no del Tribunal de Justicia de la ONU.

Sobre el conflicto del Cercano Oriente hay que afirmar melancólicamente, con Claudel, que "todo está ya dicho, aunque no por ello hay que dejar de repetirlo cada mañana". Israel es la única democracia de la zona, y su supervivencia como Estado, que es obviamente legítima y necesaria, no está aún asegurada a causa de la presión de sus vecinos, de forma que su derecho a la defensa constituye uno de los ejes de su política interior e internacional. Sentado esto y tras recordar que Israel consiguió sólo el reconocimiento de la comunidad occidental tras el terrible Holocausto, así como que sus vecinos han intentado varias veces en el pasado su desaparición física por vía militar, hay que añadir acto seguido dos consideraciones. Una primera, que, por razones obvias, resulta inconcebible la hipótesis de que se llegará a la una paz estable en la región mediante la separación física de los ahora "contendientes" con la erección de un muro. Y una segunda, que las democracias tienen, además de sus fundamentos ideológicos, determinadas obligaciones éticas y estéticas: el muro de Gaza evoca otros muros construidos por delincuentes contra la humanidad. No parece, pues, aceptable que quienes fueron hace tan poco tiempo -en términos históricos- víctimas del mayor genocidio de la historia recurran ahora a técnicas sociomilitares de tan antiestética catadura.

En tono victimista, Israel mantiene la tesis de que Europa no entiende el verdadero problema del Próximo Oriente desde el punto de vista israelí. El reciente encontronazo entre Sharon y Chirac, todavía no resuelto por cierto, recupera esta tesis, e incluso Le Monde ha llegado a insinuar que el incidente habría sido provocado por Jerusalén con vistas a la sesión de ayer de la Asamblea General de la ONU -y a la hipotética llegada del asunto al Consejo de Seguridad-, para dar visibilidad en Naciones Unidas a la imagen de una UE pretendidamente hostil a Israel.

Esa hostilidad es falaz: salvo grupos fanáticos dispersos y absolutamente minoritarios, Europa no es en absoluto antisionista, sino consciente de que los expeditivos procedimientos utilizados hasta ahora por israelíes y norteamericanos han fracasado durante más de medio siglo en el afán de llevar una paz definitiva a la región. Cuando la probable entrada de los laboristas en el Gobierno de Israel abría precisamente perspectivas favorables a la Hoja de Ruta, el muro es, en fin, un descomunal error, un gran monumento al fracaso de las iniciativas pacificadoras. Por su intermedio podrá quizá Israel adquirir algunas dosis mayores provisionales de seguridad pero se alejará también cada vez más de una auténtica solución que le otorgue la paz con sus vecinos y la posibilidad de desarrollarse integralmente como país.