Una de las principales conclusiones a las que ha llegado la comisión parlamentaria estadounidense encargada de investigar los sucesos del 11 de septiembre de 2001 es la necesidad de reunir todos los servicios de espionaje dependientes de Washington bajo un solo mando. La comisión ha averiguado que las quince organizaciones con tareas propias del Gran Hermano, desde la CIA a la Agencia de Seguridad Nacional, van por libre y, lejos de colaborar, se ocultan informaciones importantes. Así, el rompecabezas de la información disponible antes de los atentados del 11-S permaneció como tal, a trozos, sin que nadie pudiera tener una visión de conjunto de los muchos indicios que apuntaban hacia las intenciones verdaderas de los terroristas.

Tal vez sea una consecuencia inevitable del modelo de sociedad por la que hemos optado, donde la competencia lo es todo y la colaboración, un error que se paga caro. De hecho, la simple proliferación en el país que pasa por ser más poderoso y mejor organizado del mundo de agencias encargadas de lo mismo, el espionaje, es un contrasentido si se piensa en términos de eficacia, uso racional de los recursos y cooperación en busca de lo que es, en principio, el mismo fin: que el Estado se encuentre a salvo de sus enemigos e informado acerca de los planes de éstos. Pero semejante objetivo primordial se sustituye pronto por los propósitos vicarios entre los que se encuentra, en lugar muy destacado, el del crecimiento de las estructuras burocráticas propias en detrimento de las ajenas. En tales condiciones no tarda en aparecer la máxima esencial de este mundo absurdo en el que nos vemos inmersos: el peligroso rival, el verdadero adversario contra el que se debe luchar no es el enemigo remoto sino el colaborador cercano, aquél con el que hay que competir para hacerse con un poco más de poder arrebatándoselo al de enfrente. Cualquiera que haya husmeado de cerca las entrañas de un partido político sabe de sobras que es así: quien preocupa es el que se sienta en la silla de al lado. En buena medida el esquema funciona, desde las empresas a las universidades, de forma muy semejante. ¿A santo de qué, pues, debería interrumpirse ese flujo natural de la ley de la selva cuando se habla de agencias de espionaje?

En España, con motivo de un acontecimiento muy similar, la comisión que investiga los atentados del 11 de marzo de este año está sacando conclusiones parecidas: las pistas acerca de la presencia en España de terroristas islámicos fueron desestimadas en buena medida porque no sólo no se cruzó la información disponible sino que el Centro Nacional de Inteligencia, el organismo encargado de llevar a cabo nada menos que las operaciones de espionaje, fue apartado por el Gobierno de las primeras investigaciones de aquellos sucesos. No es extraño que se dieran palos de ciego por parte de las autoridades, los ministros balbuceasen al intentar explicar lo sucedido y la sensación entre los ciudadanos fuera la de perplejidad y desconfianza.

¿Servirán las comisiones parlamentarias para que mejore algo el panorama desolador de falta de colaboración entre quienes deberían tirar del carro en el mismo sentido? Cabe dudarlo. Tal vez el pragmatismo propio de los Estados Unidos se imponga allí. Por lo que hace a España, creo que la reforma resulta más difícil: es toda una manera de entender la administración y su sentido la que habría de cambiar de cabo a rabo.