Puntual como el turrón en Navidad o como las panades en Pascua Florida, cada mes de julio llega a nuestro hogar el Tour. Los paisajes de la dulce Francia y los ciclistas desbancan a los demás competidores mediáticos, y durante unos días las sobremesas se ven acompañadas por retransmisiones que mezclan sabiamente la gesta deportiva y el reportaje turístico. El pelotón atraviesa campos segados y sin segar, prados y bosques, pueblos de tejados puntiagudos, llanos y montañas... Mientras el cámara del helicóptero se esmera en ofrecer tomas de almanaque -es un clásico sobrevolar la torre de una iglesia con la serpiente multicolor al fondo-, los locutores brindan los pormenores de la etapa con agitada emoción. Se aprende la jerga algo "cheli" del gremio y se admira la marca del sol en los esforzados héroes: ese "moreno Agromán" que antes sólo identificaba a campesinos y albañiles. Todo muy bien y muy entretenido..., pero debo confesarles que desde que no hay nombres patrios que luchen por el pódium, en mi opinión el asunto ha perdido gran parte de su interés.

Para contrarrestar el atractivo de la siesta estival se necesita un imán muy poderoso; por ejemplo, la probable certeza de que uno de los nuestros será el vencedor. Es preciso reconocer que venimos muy mal acostumbrados por los años de Indurain, y eso que con Indurain emoción, lo que se dice emoción, no había mucha. Por entonces se acudía a la cita cotidiana con el mismo espíritu de sufrimiento con que se va a la oficina. El croupier de la ruleta era amigo nuestro, y siempre sacábamos número ganador. Para verdaderos antídotos a la siesta, momentos de adrenalina en riego por aspersión, hay que remontarse a la época de Perico Delgado. Él era lo contrario de esos tenistas que se empadronan al fondo de la cancha y lanzan cansinamente golpe tras golpe hasta que el rival muere de aburrimiento. Con Perico había riesgo, emoción y sorpresa a raudales, y también instantes inolvidables de despiste como una etapa en que llegó tarde al control de salida y perdió no sé cuántos segundos, que luego recuperó dando nuevas alegrías a la afición. Igual que el atleta José Luis González, otro histórico, Perico Delgado marcó una época. Aquellas siestas inexistentes que llevaron su nombre no han vuelto a repetirse.

Quienes practican algún deporte ya obtienen su cuota de triunfos ready-made en la vida real y no dependen de que un equipo, una selección nacional o un deportista realicen hazañas con las que identificarse. Pero somos muchos los no llamados a la acción, los que preferimos la vía contemplativa para conseguir nuestros minutos de gloria. A mis congéneres que aún no lo hayan descubierto, les recomiendo que sigan al único personaje digno de considerarse heredero de esas grandes figuras: Fernando Alonso. La envoltura de márqueting que lo rodea puede despistar al menos atento, pero es sólo el tributo obligado al dios de los tiempos, el dinero. En el fondo del pelele de los anuncios hay un tipo genial, capaz de maniobras de infarto, excelente en lo suyo, pero con un temperamento que trasciende las ordenanzas. Aunque le ha tocado vivir los años dorados del imbatible Michael Schumacher, pone sal y pimienta a la Fórmula 1 y a veces hasta toca podium. Hoy por hoy, sólo por él merece la pena sacrificar las siestas de verano los fines de semana.