En los días de mi infancia mi padre solía hablar de artistas -y entiendo aquí por artistas a escultores, pintores, poetas, deportistas y cantantes de música popular- que sólo parecían existir en su memoria. A veces el milagro de la radio y la televisión traía un eco de aquellas voces -Edith Piaf, Carlos Gardel o la orquesta de André Kostelanetz- y todo volvía a ser como en su juventud. Recuerdo la tarde, mucho después, cuando ambos alabábamos la canción "Yesterday" de los Beatles y él me dijo: "Sí, es muy buena. Pero, ¿has oído 'Yesterdays' de Jerome Kern?" Era su modo de decirme que no hay canción que no proceda de otra anterior, probablemente más lograda, y no hay poema nuevo que no surja de palabras previas que emocionaron en algún momento de otras vidas.

Uno de los dramas del mundo contemporáneo -comparable al terrorismo, no lo duden, y de efectos más nocivos y perdurables- es la ignorancia generalizada de lo que nos ha precedido a lo largo de la Historia. ¿Por qué no activamos las señales de alarma para poner remedio? Los ejemplos de esta ignorancia son innumerables. Ningún chaval de hoy tiene la menor idea de quién fue Kubala, Cortázar, Cassius Clay, Puskas, Leopardi, Borges, Anquetil, Sartre, Brassens, Juan XXIII, Caravaggio... Y mucho menos son capaces de reconocer a esos señores viejos y barbudos que aparecen pintados en las paredes de las iglesias. He dicho ningún chaval de hoy, pero miento: mis sobrinos lo saben, como lo saben también Juan y Javier, cuyo ilustre apellido anda demasiado cerca del mío como para repetirlo aquí.

Pero, claro, no son chavales al uso. Son personas cuyos padres han empleado miles de horas de su tiempo libre para enseñarles las formas de la cultura, la sensibilidad, el refinamiento... En suma, la civilización. Incluso en un mundo tan poblado de actividades y tan sembrado de distracciones vanas y embrutecedoras, han sabido inculcar en sus hijos el interés -al menos el interés- por todo ese poso cultural y humano que constituye la herencia del hombre. Sería demasiado fácil, por tanto, culpar a los planes educativos de haber convertido el pasado en un páramo desierto donde jamás creció la hierba de las ideas. Es el clásico argumento del padre irresponsable. De aquel que paga para que le resuelvan el problema.

En unos tiempos marcados por la informática no son los maestros los que deben enseñar a los alumnos quién fue San Agustín, Astor Piazzolla o Pelé, sino los progenitores. Otro tanto vale para las normas de urbanidad, los buenos modales, la cortesía. Todo eso ha de ser responsabilidad de quienes traen hijos al mundo, no de aquellos que se topan con un monstruito de diez años, inculto, chabacano e irresponsable, y encima han de convertirlo en aspirante a ciudadano ejemplar en un curso de nueve meses. Antes, la educación de los niños era objetivo prioritario de padres y educadores. No creo que ahora siga siendo así, salvo excepciones reconfortantes. A veces los hijos ponen a prueba nuestra cultura, recordándonos con sus preguntas que ya no somos capaces de resolver un logaritmo. Esa no es la cuestión. La cuestión es que nos dignemos hablarles de Mozart, Noé, Kafka y Leonardo antes de que nos lo pregunten o, peor aún, de que hayan perdido hasta la curiosidad de preguntar.