Una de las escasasintervenciones de enjundia de las que han tenido lugar en la comisión de investigación sobre el 11-M fue la del sociólogo -uno de nuestros intelectuales más brillantes- Manuel Castells, autor de la vasta y admirable trilogía "La era de la información", un análisis luminoso del presente y una prospección deslumbrante del futuro. Y este estudioso de renombre internacional ha admitido que tanto Bush como Blair tienen razón al asegurar que temen que los fundamentalistas islámicos cometan de nuevo gravísimos atentados terroristas en vísperas de las elecciones norteamericanas de noviembre y de las del Reino Unido dentro de poco más de un año. Castells cree, en fin, que el atentado del 11-M no se produjo en una fecha aleatoriamente tomada al azar; que hubo una premeditación maliciosa en su elección a tres días de las elecciones españolas; que hay un cerebro en el integrismo musulmán dispuesto a desarrollar una estrategia 'inteligente' contra Occidente; que el fanatismo es, en fin aberrante pero no ciego ni incapaz de desarrollar atinadamente sus tácticas macabras.

Esta exorbitante amenaza, que planea sobre todos los países occidentales, tiene un primer efecto devastador: sustituye el debate de las ideas por el debate sobre la seguridad. Hoy, en nuestro país, el partido que perdió las elecciones del 14-M debería estar haciendo una profunda autocrítica para indagar las razones que produjeron su divorcio del electorado; para medir el grado de ruptura que supuso intervenir en un conflicto tan altamente impopular; para calibrar el efecto devastador que tuvo la arrogancia de quien en la última etapa de su mandato perdió por completo el contacto con la realidad. Simétricamente, el partido vencedor tendría que ocuparse ahora de convertir sus programas en buena medida utópicos en proyectos realizables, en lugar de estar entretenido en un debate absurdo del que ni se obtendrá la verdad de lo ocurrido ni se deducirá la evidencia de que hoy estamos más protegidos que ayer de del terror islamista.

En los Estados Unidos, la distorsión es pareja. Bush representa para muchos norteamericanos el intolerable anclaje al más rancio imperialismo aislacionista, lo peor de la derecha ultramontana y belicista de su país. Y si embargo, en última instancia, el factor que decidirá el resultado de las elecciones de noviembre no serán las ideas ni la economía. Las ideas de Kerry, algunas francamente innovadoras y sugestivas, no consiguen abrirse paso apenas en el sistema mediático norteamericano. La confrontación se planteará en términos de seguridad: el candidato que consiga convencer a sus conciudadanos de que sabrá protegerlos mejor ganará las elecciones.

Aquí tenemos larga experiencia en distorsiones introducidas por el terrorismo en el debate político. ETA clavó innumerables cuñas entre partidos democráticos, provocó alianzas extrañas, desfiguró con frecuencia la política vasca. Y para evitarlo, se inventó un instrumento que dio magníficos resultados: el Pacto de Ajuria Enea, un acuerdo de todas las fuerzas democráticas para impedir las interferencias y las manipulaciones de ETA. Durante más de una década se consiguió muy aceptablemente que el debate de ideas no pereciera completamente a manos del debate sobre el terror.

Obviamente, el modelo no es extrapolable a la política internacional, pero su esencia sí puede ser perfectamente aprovechable en todas partes. Tanto de puertas adentro de los Estados como en el contexto mundial: en el seno de la ONU, el combate contra el fundamentalismo ha de ser también unánime y cooperativo.