La Conferencia de Bangkok sobre el sida recibe en los medios de comunicación de todo el mundo la atención que merece: una pandemia de esta magnitud es para alarmar a cualquiera. Por eso no sorprende que el propio secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, haya hecho un llamamiento a todos los gobiernos, especialmente los de los países más ricos, para intensificar la lucha contra esta enfermedad.

Precisamente por la importancia del asunto, me llaman la atención muy poderosamente los términos en que se expresan los responsables políticos, Annan incluido, cuando se refieren a la lucha contra la pandemia: tratan de combatir los efectos del contagio mediante la investigación y la universalización de los fármacos, lo que está muy bien, pero se resisten a atacar sus causas, y sólo tímidamente hablan de prevenirlo con medidas que todos saben que son parciales y nunca definitivas, como el uso de preservativos. Esto es llamativo, como digo, porque el sida, al contrario que la tuberculosis o la gripe, por ejemplo, no se transmite por el aire, ni por cualquier contacto físico. El VIH (virus de inmunodeficiencia humana) sólo se contagia por la sangre o por fluidos seminales.

Para hacerse una idea de la dificultad de contagiarse con un beso, por ejemplo (que incluyera algún intercambio de saliva), ese beso tendría que durar varios días y ser bastante intenso todo el rato, y aun así estaríamos muy lejos del 98 por ciento de posibilidades de contagio si hay intercambio de sangre o, en menor medida, de fluidos sexuales sanos con otros infectados. Esto quiere decir que si uno no quiere contagiarse lo tiene al alcance de sus posibilidades: si se analiza siempre la sangre destinada a transfusiones y se mantienen relaciones sexuales monógamas con persona no infectada, la garantía de no contagiarse es prácticamente absoluta.

Pero, amigos, parece que no hay autoridad en el mundo (con la sola excepción de Uganda, donde el sida ha descendido) que haga seriamente este tipo de recomendaciones en cuanto a los comportamientos de riesgo: sería demasiado incorrecto políticamente, porque iría contra el falso dogma de la libertad sexual, y una política encaminada a la fidelidad sexual se parecería demasiado a un consejo de naturaleza religiosa cristiana. Y eso sí que no. Los Gobiernos podrían adoptar la misma actitud con el sida que con el tabaco: nada de filtros, nada de 'light'; lo que hay que erradicar es el hábito. ¿Por qué con el tabaco, sí, aunque no garantice gran cosa, y en cambio con el sida, no, aunque eso sí que garantizaría un resultado espectacular?