Pocos europeos saben cómo se llama el jefe de la oposición al canciller Schröder, o al presidente Chirac, o al primer ministro Blair, pero casi nadie en Europa interesado por la política ignora que es John Kerry quien ha de disputarle la presidencia a Bush. Todavía más esclarecedor es el hecho de que la elección del compañero de éste, el aspirante a la vicepresidencia de los Estados Unidos John Edward, haya levantado tanto revuelo informativo. Salvo que ganen en noviembre, la notoriedad de ambos será flor de un día. Pero si el complicado sistema indirecto que proporciona en el país norteamericano el nombre del nuevo presidente les bendice, pasarán a ser referencia continua en todo el mundo.

Como se recordará, Bush tuvo hace cuatro años menos votos que su oponente, Al Gore, y, sin embargo, terminó ocupando el despacho oval. Cosas de un sistema pensado para una época en la que las comunicaciones eran difíciles e impensable el escrutinio casi instantáneo. Las encuestas apuntan ahora a unas diferencias tan escasas como las que separaban a Gore y Bush en el 2000 y esa circunstancia se basta por sí sola para añadir todavía más interés a un proceso electoral que va a hacerse con la hegemonía de las noticias y los comentarios de aquí a tres meses.

Con los pronósticos tan ajustados y las diferencias en las encuestas tan estrechas, el próximo presidente norteamericano puede depender de lo que suceda con un tercero en discordia, Ralph Nader, abogado de las causas más izquierdistas -o, si se quiere, populistas- en un país que no tiende de manera especial hacia las políticas sociales. Nader tergiversa en cierto modo el diseño bipartidista de los Estados Unidos y lo hace, claro es, restando fuerzas a los demócratas. Una situación que a los europeos nos es familiar. Sabemos muy bien el entresijo de combinaciones al que lleva una dispersión del abanico electoral -por lo común en la izquierda-y cómo los grandes partidos intentan evitarlo apelando al voto útil. Desde el punto de vista del pragmatismo político, votar a Nader equivale en bastante medida a entregar la papeleta a Bush. Pero el bipartidismo estricto tiende a que los dos mastodónticos contrincantes se parezcan cada vez más, eliminando oportunidades para un verdadero cambio.

Es curiosa la fascinación existente en Europa por las presidenciales de los Estados Unidos y más aún si se contrasta con la indiferencia generalizada que se produjo con motivo de las elecciones últimas al Parlamento Europeo. Los ciudadanos parecen intuir muy bien dónde quedan los verdaderos centros del poder y hasta qué punto la política de todo el mundo, incluido el Viejo Continente, pasa por lo que se cuece en Washington.

Tal vez un sistema justo de votación en los Estados Unidos debería tener en cuenta no sólo la anomalía de los outsiders como Nader sino también la evidencia del poder que ejerce el Imperio sobre el resto del mundo. A mí, al menos, me gustaría poder votar de tal manera que mi decisión, aun de una forma mínima, sirviera para aupar a Bush o Kerry. Esa utopía está lejos de cumplirse, ciertamente, pero el interés que despiertan las elecciones norteamericanas en Europa es en cierto modo un aviso. De poder votar allí los europeos, es probable que sus índices de participación superasen a los típicos de los comicios generales en la Unión Europea. Un fenómeno que debería cuando menos ser analizado.