Estamos dilucidando estos días algunos asuntos trascendentes en los que, a fin de cuentas, se está dirimiendo la veracidad del poder en distintos sentidos: si fue verdad la versión gubernamental sobre las averiguaciones policiales en torno al 11-M, si se falseó la realidad en relación al Yak-42?

Es un tópico que el protestantismo persigue la verdad como valor esencial en tanto la religión católica sería más condescendiente con la hipocresía y la retórica falsaria. De hecho, en los países anglosajones la política democrática es rotundamente puritana y existen precedentes, como la caída de Nixon, que justifican tal apreciación. Pero vivimos, después de todo, en sociedades laicas, en las que las creencias personales se reducen al ámbito privado. Deberíamos, en fin, recapitular sobre los valores morales que rigen en nuestras comunidades. El bien y la verdad son conceptos subjetivos que se desprenden de unos códigos acuñados por el concepto histórico de la convivencia. La democracia se basa precisamente en ellos, y habríamos de enfatizar los más viejos principios que elevan nuestra condición animal a la de seres humanos. Aunque ello signifique que haya que castigar irremisiblemente a los mentirosos.