Las portadas de la prensa de ayer, en lo concerniente a la comisión de investigación sobre el 11-M, eran sencillamente surrealistas. La deliberación sobre si el PP mintió, dijo la verdad o fue engañado sobre la autoría de los atentados de 11-M es, qué duda cabe, un asunto relevante, pero ni mucho menos el esencial de la investigación parlamentaria que está teniendo lugar, y que quizá debió haberse obviado por múltiples razones. Es sencillamente imposible que las averiguaciones, que han emprendido ya una trayectoria confusa y compleja, cambien la opinión de la ciudadanía, que ya se pronunció el 14-M: hubo con certeza un conato, bien intencionado o no, de manipulación de la opinión pública, y aquel elemento tergiversador colmó el vaso de la paciencia de una sociedad que ya estaba francamente irritada por la conducción arrogante del gobierno que había mantenido en los últimos tiempos el presidente Aznar y que nos involucró en la guerra de Irak, un designio que no contaba con la aprobación de la inmensa mayoría. El PP sabía perfectamente, por pura y espontánea intuición, minutos después de la matanza, que si llegaba a reconocerse que del gran drama había sido causado por el fundamentalismo islámico, el electorado lo castigaría con dureza; y que si la autoría hubiese sido la de ETA, la tragedia hubiera impulsado a Rajoy a la presidencia del gobierno de modo indiscutible. Es inimaginable que, ante el dilema, los responsables gubernamentales mintieran, porque la honorabilidad de quienes estaban al frente del país en aquel momento, no ofrece dudas; pero sí es evidente que se dejaron arrastrar por su propia obcecación.

En cualquier caso -y hay que insistir en ello- todo esto es ahora irrelevante. La comisión de investigación, emplazada ante la opinión pública como una instancia política que debe dar respuesta solvente a la gran tragedia, ya no puede detenerse un minuto más en la patología de las relaciones políticas, en la petición y en la rendición de cuentas que ha comenzado a plantearse con salvaje impasibilidad: la comisión tiene, ante todo, que garantizar a la ciudadanía que la seguridad se ha fortalecido, que los errores que hicieron posible el 11-M -fueran cuales fuesen- se han corregido y que esta sociedad se ha armado frente a la insolencia macabra de los sayones que llenaron de luto a este país hace cuatro meses.

A la mayor parte de nosotros nos importa un bledo la cronología de un desentrañamiento policial que ya no es operativo: queremos saber en qué falló Acebes para que el múltiple atentado tuviera lugar Y estamos deseosos de que el nuevo ministro del Interior nos explique qué ha hecho para evitar -en la medida de lo posible- que los fanáticos nos hieran nuevamente con su sanguinaria obstinación. Todo lo demás es indecente histrionismo porque la depuración de responsabilidades políticas ya se hizo con toda claridad el 14-M.

Pero no tendremos esa suerte: aquí, seguramente como en todas partes, los partidos políticos no tienen otro afán que destruir al adversario, que laminar al contendiente, que excluir al discrepante, que extender el rencor en un paisaje que, en nuestro caso, ya ha salido de demasiadas tribulaciones para seguir deseando mantener enhiesta la saeta del odio.

Nuestros enemigos no están en el Parlamento español sino fuera de él, en las sombrías estancias de la intolerancia. No tiene, pues, sentido que tengamos que asistir a esta cainita confrontación que sólo nos deparará más desazón y más miedo. Se han equivocado, en fin, quienes están pretendiendo convertir la comisión de investigación en un auto de fe.