Hace ya algunos días, en el Paseo Marítimo de Palma tuve un curioso encuentro. Era media tarde y el sol doraba el mar; la brisa agitaba las copas de las palmeras, y contra el cielo azul corrían las veloces saetas de los vencejos. Los torrefactados cuerpos de los turistas que, bruñidos y relucientes, admiraban el panorama, dejaban en el aire un suculento aroma a coco y a vainilla. El Dique del Oeste era el refugio momentáneo de varios cruceros, cuya masa enorme proyectaba la ilusión de un grupo de rascacielos varados, y los pequeños veleros surtos en el muelle cabeceaban infantiles al compás del tintineo de los cables en los mástiles. Una estampa bucólica y veraniega donde nada quedaba fuera de lugar. Pero digo mal; porque en mitad del cuadro, como el acorde disonante del "Aleluya" de Aute, estaba la bicicleta.

Lo cierto es que ella no quería imponerse. Es más: se encontraba discretamente apoyada en el tronco d e una palmera, junto a los coches aparcados y cerca de un semáforo. Si se dirigía la vista al agua, que era lo que pedía el guión, habría sido difícil percibir su presencia. Pero ella estaba allí, como Wally: invisible al principio y estridente una vez localizado. ¿Y qué tiene de especial una bicicleta?, se preguntarán ustedes. Al fin y al cabo, ya se sabe que las bicicletas son para el verano... Ésta no. Les hablo de una bicicleta distinta, aunque no como algunas que se ven a veces, aún atadas a un poste pero ya sin ruedas, sin manillar, triste remedo de lo que fueron una vez. A ésta no le faltaba un detalle: ni el cable de los frenos, ni un solo radio de las ruedas, ni la correílla del pedal; las ruedas estaban perfectamente alineadas, y los neumáticos no parecían deshinchados. Sin embargo, toda ella estaba recubierta de una capa rugosa, ahora seca por el sol, que denunciaba una larga temporada submarina, seguramente a la fuerza. Era una bicicleta con historia: parecía recién sacada del Titanic

Aquella bicicleta me tuvo cavilando un buen rato. Mientras proseguía mi paseo, primero pensé en que resultaba mucho más interesante que una nueva, de relucientes cromados; quizá no tan bonita, pero sí más evocadora. Lo mismo ocurre, me dije, con algunos rostros donde las arrugas han marcado las huellas de una vida, que despiertan en quien los mira un invencible interés por conocer sus avatares. La tersura no garantiza el atractivo, aunque en estos tiempos tal afirmación parezca una herejía. ¿Qué acontecimientos habían marcado el sino de aquella bicicleta? Agotadas unas cuantas explicaciones, a cuál más novelesca, y muy lejos para entonces del objeto que me había hecho reflexionar, recordé la conocida teoría del amor de Stendhal. Ya saben: el amor es como una rama seca y retuerta que después de haber estado un tiempo metida en unas salinas, aparece revestida de cristales, fulgurante de brillo y de hermosura; en definitiva, una ilusión. Mi bicicleta no relucía, embellecida por Swarowski para una performance de lujo. Tampoco le hacía falta. Acaso no me había deslumbrado, pero había alimentado mi imaginación y mi curiosidad; en cualquier caso, el efecto había sido igualmente placentero. Y mientras me detenía a contemplar sa Llotja, no pude evitar darle la razón a Stendhal, porque, sea como fuere, la rama debe cubrirse con algo -sal o líquenes- para hacerse ver. El resto ya lo pone el espectador.