El comienzo del juicio contra el tirano Sadam Husein sugiere a las claras que se está preparando un proceso singular que terminará inexorablemente con el ajusticiamiento del sátrapa y de algunos de los que fueron sus más directos colaboradores. El hecho de que el gobierno provisional haya reinstaurado la pena de muerte no puede interpretarse de otro modo.

Si es poco concebible que los recién llegados al poder -alguno de ellos con bien oscura biografía, que habrá que desentrañar en cualquier momento- no hayan tenido mejor ocurrencia que la de desencadenar este proceso hacia la muerte, lo es aún más que quienes han administrado el país hasta ahora hayan accedido a semejante teatralización, que pretende añadir un macabro plus de legitimidad a lo que en sí mismo la tiene muy escasa.

Deberían pensarlo dos veces quienes, al parecer, se proponen acabar con el genocida sin apelar siquiera a los grandes valores humanitarios basados en la legalidad internacional (Bagdad no es Nuremberg). Porque muy difícilmente la poco verosímil democracia que dicen querer erigir los norteamericanos podrá echar raíces si en su basamento, además de las vergonzantes torturas ya practicadas, se sitúa ahora la instauración de la más degradante de las penas.