Tenis
Rafa Nadal sabe perder cuando todo se acaba
Estaba aún Novak Djokovic con el torso desnudo, recogiendo sus cosas como si con él no fuera la cosa, cuando el malloquín Rafa Nadal se acercó al centro de la pista. Alzó las manos, pero con el mentón clavado al suelo. Como si quisiera pedir perdón en vez de gracias a la tierra naranja de la Philippe Chatrier, allí donde fue único.
El ganador de 14 Roland Garros, con el cuerpo hecho unos zorros, con la mente ya en demasiadas cosas -la familia, el cómo decir adiós, la llama olímpica, el mimo a su propia leyenda-, era consciente de que iba a vivir una tortura frente a su viejo enemigo serbio. Aun así, sabiéndose por una vez en manos de un titiritero, se revolvió. Cortó los hilos de la humillación. Perdió, claro. Pero ganarle al tiempo ya no es cosa suya.
Djokovic, un tipo de obsesiones -no puede ser de otro modo en los mitos del deporte-, tiene en la cabeza ganar por fin un oro olímpico. El bronce en Pekín no le sirve en su afán por acumular éxitos que le acrediten como el mejor tenista de siempre. Nadal, en cambio, con sus dos oros olímpicos (el individual en la misma cita china de 2008 y el de dobles con Marc López en Río 2016), y aun con la opción de sacar metal en París junto a su heredero, Carlos Alcaraz, sale a la pista con un cometido bien diferente. Y no es el del dejarse llevar en el homenaje eterno con el que el público ha edulcorado el final de su carrera. Nadal quiere irse en paz. Y sólo sabe hacerlo luchando hasta que sus tobillos, sus músculos, pero también su mente, digan basta.
Ante el aleteo de los abanicos, un bebé en la grada se puso a llorar. Nadal se mostraba incapaz de responder a las pelotas que Djokovic devolvía sin esmerarse demasiado, simplemente, esperando a que a su némesis le fallaran las piernas, el brazo izquierdo y la paciencia. "¡Rafa, eres el mejor de todos los tiempos!", gritó un tipo con el partido descarrilado. Entonces, Nadal, se levantó de entre los muertos. Como tantas otras veces hizo. Aunque esta vez fuera para saludar. Ganó cuatro juegos seguidos. Apretó el puño. Y provocó un orgasmo colectivo, breve, sin consecuencias, pero maravilloso.
Es importante saber perder cuando todo se acaba. La memoria es puñetera.
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