Los telediarios y magacines, apurando la última semana de agosto, se vuelven locos, o quizá no tanto, analizando lo que da de sí la cumbre de los poderosos, esa cosa llamada G7 que ha traído a Biarritz, a un puñado de kilómetros de San Sebastián, a la flor y a la nata de quienes parten el bacalao en el planeta.

El Gobierno español, con orgullo, saca un poco de pechito no sólo por el triunfo de su colaboración con la policía francesa en la estratosférica seguridad que se despliega en este circo sino porque Emmanuel Macron, el presidente francés, invitó al español Pedro Sánchez a la cena de gala que clausuraba las jornadas. Maravilloso.

Es lógico pensar que estos alardes con trasiego de políticos de aquí y de allí al más alto nivel se hacen por nuestro bien. Pero sabemos que no. El poder sólo trabaja para el poder. Depende del perfil de dirigente que represente a este u otro país eso se hace más patente o no, con más eufemismo o con más descaro.

Ninguna reunión en la que se acomode el culo de Donald Trump o del fascista Jair Bolsonaro puede ser beneficiosa para nadie que no sea la élite, los conglomerados económicos, las grandes multinacionales. Son la cara del poder despiadado, inhumano, y obsceno.

El G7 trabaja para mantener los privilegios de la crema del café, de la guinda de la tarta. En paralelo, aquí, en España, a un anciano de 81 años llamado Juan Carlos lo operan de corazón después de una larguísima temporada aguantando paciente las salvajes listas de espera, eso sí, se ha entretenido en regatas, siestas en palacio, y cócteles en su honor -El Jueves. No sé por qué, pero siendo cosas distintas, al final es lo mismo. El poder trabaja para el poder.