ye, Sandro, guapo, ¿que si me puedes dar el número de la Lotería Nacional?, pregunta una señora por teléfono con cierto temorcillo de no ser satisfecha. Faltaría más, dice sin pestañear, casi sin haber terminado la señora, Sandro Rey, el 55.015. Digo esto porque este gamberro de la videncia, con una capacidad teatral sólo comparable a la jeta que le echa su alter ego Mario Vaquerizo, clones que viven de la idea de que la gente es tonta y se traga lo que le echen, podría ser de mucha utilidad en la versión cómica de Niños robados, barcaza a la que Telecinco se ha subido la noche de los miércoles viendo que ahí hay tomate. La cosa empezó con la emisión de Niños robados, serie en la que vimos a una enorme Blanca Portillo como una sor hija de puta, malvada, traicionera y fría como una navaja al relente, que le quitaba el hijo a las parturientas de pueblo sin marido y siempre, siempre, en nombre de Dios. Fue Adriana Ugarte, ya crecida, hija robada, la que se planteó que su madre no era su madre. Niños robados es una historia que la cadena emitió en dos capítulos con audiencia muy sobresaliente, como destacado y muy sobresaliente fue la película en sí, con un reparto, ambientación, dirección, iluminación, y producción de campanillas, con el siempre creíble Emilio Gutiérrez Caba, aquí como doctor conchabado con la religiosa Portillo, otro perfecto hijo de puta, o la sorprendente Belinda Washington, una zorra integral que hace que su personaje, una señorona muy adinerada de la alta sociedad vasca de la época, resulte tan ignominioso como virtuoso el trabajo de la actriz, para mí, insisto, todo un descubrimiento. Hay que destacar, por tanto, entre las bondades de Niños robados, el cerebro privilegiado que hizo la selección de actores. No olvidemos que detrás de todos ellos está Mod Producciones, la productora de una joya como Crematorio.

Jordi, sólo Jordi

¿A qué viene alabar una serie emitida hace unas semanas, respondida con seguimiento masivo por el público, y alabada por la crítica con unánime entusiasmo? Pues eso. A que luego llega Sandro Rey o el Mario Vaquerizo de turno, y ya estamos con que la abuela fuma. Lo puedes disfrazar más que un concursante de Tu cara me suena, puedes abrir más lo ojos que Mónica Naranjo al ver a Santi Rodríguez de Mónica Naranjo, lo que quieras, pero hacer llamar a Jordi González de sus sonadas vacaciones -recuérdese que Telecinco casi justificó la eliminación de El gran debate de los sábados, en perdida competencia con La Sexta Noche, para que Jordi descansara-, para presentar el típico debate que sigue a la típica película para televisión, resultó raro. Estas cosas las solía hacer Emma García, es decir, ella moderaba desde que terminaba el circo informativo de Pedro Piqueras y hasta que la gente iba perdiendo las pestañas de madrugada con la peli de la vida de Isabel Pantoja, Carmina Ordónez, o Carmen Cervera. Llamar a Jordi González es, en el escalafón de lo serio de la cadena de Vasile, llamar a un peso pesado de la fábrica del entretenimiento y la ilusión, descartada Ana Rosa Quintana, que no puede estar mucho tiempo en el caldo y en las tajadas, o Jorge Javier Vázquez, que cada tarde le va quitando un poco de brillo al Ondas que cayó un día sobre su brillante vulgaridad. Así que Jordi González, que Niños robados es una obra para degustar por exquisitos gurmés y por comensales de rancho. Sonó la flauta. Una flauta con más de 4 millones de oyentes sobrecogidos. A niño robado y fuera de órbita, agotado y sin posibilidad de estirar más la historia, hay que sacarse de la manga un Niños robados, ¿dónde están? Ya tenemos el festival. Qué delicia, esto sí es Telecinco.

Lo ético no es un valor

Supuestas madre e hija, sofá, pantalla de plasma, iluminación a chorretones, a golpes, sin piedad, que se vea todito, suelo brillante, público entregado, presentador trajeado, sabiendo dosificar los tiempos, sin llegar a romperse pero sin resultar frío como JJV, que siempre parece un impostor, alguien incapaz de salirse del guión para no meter la pata -véanlo en Tengo una cosa que te quiero decir-, un Jordi que se agacha y escucha a la madre mirándola a los ojos, que le coge las manos a la hija y hace ver que es él quien espera el resultado de las pruebas de ADN -de la clínica que patrocina la cosa-. Estamos una vez más ante la charra comercialización del drama, de la angustia. Este programa es un anexo podrido de algo que fue excelente. Si usted duda de que sus padres sean sus padres, déjenos a nosotros el asunto, no se preocupe, lo pagaremos todo, eso sí, tiene que firmar estos papeles comprometiéndose a lo mínimo, dejar que hagamos de su historia una historia con rentabilidad económica. Eso es Niños robados, ¿dónde están?, el fruto degenerado de un producto dignificado por un trabajo modélico y justificado por la ética de la denuncia de unos hechos que se trataron de ocultar. Todo devenido en un circo sentimental que debería de formar parte de la intimidad familiar. Aún así, se puede empeorar más. ¿Y si alegran la cita con intervenciones del mentado Vaquerizo, con reflexiones improvisadas, tal como vayan saliendo de su estulta cabeza, algo así como "tengo la corazonada de que no es su hija, Jordi, o es que no ves que una habla inglés y la otra no", o sí, son madre e hija "porque las dos me ad-mi-ran"? También su doble, el charlatán Sandro Rey, podría intervenir con su infalible predicción, a lo que padres e hijos deberían atenerse. Si lo dice Sandro Rey es que no eres, o sí, la madre de la invitada. Y se acabó. Hay mil formas de estropear algo bueno. Telecinco es experta en conseguirlo. Sabe que un exceso de calidad no sería soportable para su audiencia natural. ¿Hay más ejemplos? Los hay. La Voz es un buen producto. Contar con jurados guiñolescos como Bisbal, Rosarillo, o Malú, es convertir lo bueno en grotesco y patético.