Allí, cuando un presidente gana las elecciones y agradece a su equipo el trabajo bien hecho, y ese presidente se llama Barack Obama, el presidente se retira con el dedo la lágrima que cae por la mejilla. Aquí, cuando a una alcaldesa se le mueren en un coso unas cuantas niñas, se le piden responsabilidades y se le pregunta si piensa dimitir, y esa alcaldesa se llama Ana Botella, mira muy chula a quien pregunta, levanta con altiva suficiencia la mandíbula, y con la energía de quien espera la impertinencia fabrica una sonrisa forzada para responder con sequedad que no, un no sin matices, claro y puro. Hay hombres que saben llorar muy bien y mujeres que no saben hacerlo. Tenemos memoria de que la reina Sofía sabe llorar cuando es preciso, cuando se espera que llore, y se esperaba que lo hiciera frente al cadáver de su suegro, Juan de Borbón, conde de Barcelona. Tenemos memoria reciente de la imagen de la alcaldesa dirigiéndose como una generala a la virgen de La Almudena para que sobre los padres de Cristina, Katia, Rocío y Belén, La Señora extendiera su manto de misericordia "para que les ayudéis a sobrellevar el dolor de su ausencia". Si este asunto lo tratara Íker Jiménez uno echaría unas risas, y se acabó. Pero la escena tuvo lugar al más alto nivel de las banderías entre política y religión, y eso es inaceptable. Es posible que en privado esos padres acudan a la fe para mitigar su pena, pero es intolerable que una funcionaria de primer rango se escude en la superchería espiritual para hacer una lectura torticera de la tragedia, como si ésta fuese una cosa inevitable, algo que llega del cielo como llega una tormenta o un rayo. La escena tuvo lugar en un templo adornado por todo lo alto para celebrar una eucaristía presidida por otro cínico, el cardenal Antonio María Rouco Varela, otro funcionario cuyo sueldo pagamos todos. Este menda en junio expulsó de su cortijo catedralicio a un puñado de miembros de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca porque, según publica Público.es, "si ahora atendemos a estos, mañana tendremos aquí a muchos más", dijeron en el arzobispado.

Frutos de la política basura

Pues bien, ahora, pasados apenas unos meses, el mismo tipo, investido de sus ropas litúrgicas, y cuando arrecia la desesperación de la gente que se quita la vida antes de que le quiten la casa, Su Eminencia junta las manitas y con voz de gangrena pide, aunque no dice a quién, tal vez al Espíritu Santo, quizá a Mariano Rajoy, al puto Rubalcaba, o quizá al director general de la empresa vaticana, "una solución justa y equitativa". Una solución justa y equitativa. No se le quebró la voz, no echó una lagrimilla, no sollozó. Es como tienen más fuerza los monólogos de El club de la comedia. Aunque digan barbaridades hay que mantenerse con cara de pabilo. Fue más directa una mujer hace unos días en un Callejeros dedicado al hambre en España. Que venga Juan Carlos -el pueblo es así de bruto, y llama al Jefe de Estado por su nombre- y explique a mis hijos por qué no tenemos nada en la nevera. La visibilidad de las penurias, del hambre sin paliativos, está ocupando tertulias, magacines, telediarios, y por eso, aunque tarde, esta semana han trabajado un poquito los dos grandes partidos políticos para llegar a algo parecido a un acuerdo para poner freno a la escabechina de los desahucios, pero sólo cuando jueces alarmados pedían cambiar la legislación, sindicatos policiales aseguraban tener alma y pasarlo mal con las ejecuciones, o empresas de cerrajería dijeron que se negaban a participar en el festival a favor de la banca, que también a última hora, con un morro considerable, ha dicho que por ahora da un paso atrás, quizá para tomar impulso. En mitad de este triunfito callejero irrumpe Mariloli de Cospedal con los colmillos bien afilados, indecente, grosera, y deshonesta, haciendo saber que detrás de esta conquista hay un héroe indiscutible con una sensibilidad social incuestionable, y ese héroe es Mariano. El insulto es tan tremebundo y grotesco que salpica a los ciudadanos que consienten y amparan estos frutos de la política como basura.

Hijos de puta, timadores

En democracia hay que esperar cuatro años. En televisión, la cosa es más rápida. Si un programa no funciona, se quita sin contemplaciones. ¿Cuánto tardará en la sobremesa el último estreno de La Sexta, Alguien tenía que decirlo? Empezó con un triste 4%, y ha terminado la semana decayendo y, por lo visto, sin visos de remontar. Hasta Hospital Central, la serie de Jordi Revellón, que ha sido una de las grandes ficciones nacionales, comenzó este jueves a emitir su última temporada. Por agotamiento. Por falta de fieles. Cospedal y sus maniobras aún tiene seguidores por mucho que el Salvados de la semana pasada volviera a destaparlas. La presidenta manchega que hace demagogia barata y le quita el sueldo a los diputados, mantiene un batallón de asesores nombrados a dedo que cuestan a las arcas de Castilla-La Mancha más de 3 millones de euros, tres veces más que el sueldo de los diputados. Por tener, tiene hasta asesores conductores, como suena. Viene muy bien recordar aquí y ahora, y también en una despedida sin alharacas, las últimas palabras que dijo Mariví Bilbao en boca de Izaskun, su personaje de La que se avecina. La serie sigue en Telecinco, pero Mariví la dejó en junio, avisando de que se iba justo cuando grabó el capítulo emitido esta semana. Los guionistas cambiaron sobre la marcha el estropicio. Milagro, milagro, hijos de puta, timadores, dijo su personaje. La frase es multiuso. Que cada cual la aplique como guste. A mí se me ocurre, sin descartar lanzar el grito a pimpantes nombres que me callo, pensar en la escena en la que Víctor Sandoval es regresado por un hipnotizador -edición de lujo de Sálvame- a sus vidas anteriores y descubrirlo puta en las termas romanas, época esplendorosa del imperio. Lo que demuestra, dice en ¡Qué tiempo tan feliz! la pensadora Chayo Mohedano a raíz de de la visita al programa de Cristián Gálvez, el de Pasapalabra, que cultura y humor no están reñidos. Tal vez Jorge J.V. y los suyos querían unir cultura y humor, pero yo grito lo de Mariví Bilbao mientras me retiro con rabia la lágrima de la mejilla.