Es la primera vez que me acerco a un apiario. Voy embutido en un buzo de color blanco. Veo la realidad entre una rejilla. Las colmenas se alinean entre pequeños frutales marchitos. Son ocho, tienen forma cúbica y cada una de ellas está pintada combinando diferentes colores. En el panel por donde entran las abejas, sobre la piquera, hay unos dibujos geométricos con facetas de colores para ayudar a que cada abeja reconozca su colmena. Cuando el maestro apicultor abre una colmena delante de mí, contemplo un mundo fascinante.

Es una sociedad, una sociedad de animales diminutos, a los que se les llamó anthofilos −que quiere decir ‘los amantes de las flores’− y que conocemos como abejas. Son imprescindibles para la vida en la Tierra, porque son los encargados de la polinización de las plantas con flor. Sin esta función, la biodiversidad de nuestros ecosistemas desaparecería. Hay más de 20.000 especies de abejas, de ellas solo siete producen miel. Aquí en Europa, la abeja común es la Apis mellifera.

Los romanos que vivían su vida bajo la tutela de los dioses y que hacían de lo cotidiano un acto sagrado, trascendente, amaban la primavera, la época de las flores y a la diosa que las protegía la llamaron Flora. Una diosa alegre y risueña que extendía su manto protector sobre los campos en flor. Los romanos utilizaban en su dieta la miel, para ellos era imprescindible, era fuente salud y desarrollaron la apicultura moderna. El polígrafo Marcus Terentius Varro aconseja: “En primer lugar, la mejor situación (para las colmenas) es al lado de la casa de campo, donde no resuenen los ecos, donde el aire sea templado, no ardiente en verano y soleado en invierno, que mire principalmente a la salida del sol en invierno y que tenga cerca esos lugares donde el alimento es abundante y el agua limpia”

Sí, los romanos, ya sabían que las abejas necesitaban agua limpia para beber. Los apiarios necesitan disponer de agua limpia cercana porque sino las abejas harán kilómetros, si es necesario, para beber y, como ya sabía Varro, durante ese tiempo no producirán miel. 

Cuando pensamos en la miel, pensamos en nosotros, en su sabor, en su dulzor, en su valor nutricional; pero las abejas piensan en su alimento, en su despensa energética. Las abejas son unos animales extraordinarios, viven ‘para y por’ su comunidad. Una abeja no tiene sentido, un enjambre lo tiene todo. Producen cera y crean las celdillas del panal donde la reina pondrá sus huevos; producen propóleo, una sustancia antibiótica procedente de las yemas de algunos árboles y que les sirve para sellar zonas de la colmena; Producen Jalea Real, una sustancia segregada por las glándulas de su cabeza con la que alimentan las larvas durante sus primeros días de vida y a la reina durante toda su vida y, también, producen la miel, el manjar de dioses que nos apasiona.

Nos encanta la miel, esa sustancia dulce, de color ambarino que rebosa en el panal. Ahora, tengo uno en mis manos. He cogido una caja rebosante de miel. Las abejas zumban a mi alrededor. Me temo que no les gusta mucho que urge en su despensa. Pruebo la miel y me encomiendo a la diosa Flora.