Hoy, desierto. Un rocadal inmenso me contempla; o mejor dicho, soy yo el que le contemplo. Estoy pasando unos días, escribiendo, en una pequeña cabaña rodeado de rocas. Rocas y cielo, quietud. Un mundo singular.

Desde que estoy aquí, en la cabaña, he recordado un libro que leí hace varias semanas. Se titula ‘Una casa en el desierto’ de Javier Fernández de Castro. Una novela excepcional. Muy recomendable. En ella, el autor, con una prosa exquisita, te hace vivir el desierto. Ahora, pienso que escogí venir aquí, a este rocadal, por la novela. Sí, el libro me impactó. El desierto como refugio, el desierto como vida, como contraste. Fernández de Castro me hizo ver el desierto de un punto de vista que yo nunca había contemplado. El desierto de la novela es un pedregal perdido. No es el idílico mar de dunas, donde las puestas de sol son maravillosas y donde los beduinos te esperan en el campamento de haimas con un té caliente. No. Se trata de un lugar −sobre el papel inhóspito−, perdido en los páramos peninsulares batidos por el cierzo, donde apenas crecen ‘unos matojos raquíticos y requemados por el sol’, pero que paradogicamente está lleno de vida. Es la vida en la no vida.

Aquí, mi rocadal, también, pinta seco en este julio canicular. ¡Cualquiera se adentra a dar un paseo! Estoy muy bien a la sombra, quieto, cazando ideas. Siempre he dicho que cuando la sierra se esconde bajo el manto de la calima es mejor dejarla sola y no adentrase en sus entrañas; pero este año he hecho una excepción y he decido pasar unos días inmerso en el rocadal. 

Esta zona de la sierra, entre el macizo de Ternelles y la hondanada de Mortitx, es una sucesión laberíntica de rocas solitarias. Ni las cabras se adentran por estos parajes. A mi espalda tengo el Puig de Can Massot y al norte, La Malé. Un pequeño páramo llano, el único lugar donde hay un pozo de agua. 

Enfrente de la cabaña las rocas tienen formas caprichosas, creadas por el viento y la lluvia durante milenios. Ayer, pasé la tarde muy entretenido mirándolas. Grandes dragones pétreos se recortaban sobre el cielo azul.

Luego, me entró apetito. La cabaña quedó en sombra, una leve brisa amortiguó la canícula. Decidí hacer un trampó para la cena que acompañé con queso curado de mahón. El trampó es nuestra ensalada de verano por excelencia. Creo que al pimiento blanco le tendríamos que hacer un monumento gastronómico. Es excelso. Su sutil aroma, la textura, el sabor, combinan de maravilla con los tomates y la cebolla. Mezclados todos ellos, en su justa medida, y aliñados con aceite de oliva y un chorrito de vinagre, forman un manjar.

Ahora, mientras contemplo a los dragones que me contemplan, pienso en la belleza y en la soledad. No sé si ellos, como monstruos pétreos, tiene capacidad de mirarme como yo les miro, si son conscientes de su belleza y de la soledad en que viven; pero sí sé, que estos días, puedo contar con ellos para acompañarme a vivir en mi desierto.