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La mirada de Lúculo

Lo que el gato deja de comer

Ilustración: Lo que el gato deja de comer Pablo García

La conversación surge en ocasiones en la propia mesa alrededor de la comida que nos gusta y siempre a raíz de una simple pregunta: ¿Qué cosa supuestamente comestible no comerías? La respuesta resulta menos incómoda cuando se trata de platos y alimentos que ya conoces y has decidido no volver a probar, o únicamente hacerlo cuando no hay otro remedio. Para los gastrónomos curiosos responder es más difícil por la obligación contraída de experimentar nuevos sabores, aunque también es verdad que con los años la mente y el paladar se vuelven menos excitables ante las novedades y, por contra, bastante más perezosos. También hay que tenerlo en cuenta, no siempre le mueve a uno la curiosidad. Por ejemplo me he negado en redondo cuando me daban a probar sesos de mono servidos en caliente en el mismo instante de rebanarle la cabeza al simio como es típico en Hong Kong; conscientemente tampoco comería perro, ni gato; obviamente no quiero oír hablar de ratas, dicho sin entrar en matizaciones sobre el tipo de roedor; tampoco creo que me tentarían unas arañas fritas como las que se acostumbraron a comer por necesidad los camboyanos en los tristes y sanguinarios años de los jemeres rojos. Ni murciélago, ni pangolín, en el caso de que fuesen medianamente comestibles. Sin relacionarlo con la burda leyenda infundada sobre la propagación del covid. No he estado en Islandia pero tampoco me seduce la idea de probar el hákarl, manjar nacional elaborado con carne curada de tiburón groenlandés por la podredumbre y el alto contenido de amoniaco. Puedo pasar sin el riz Casimir, ese arroz que cocinan los suizos, con pollo, crema, leche de coco, almendras, peras, piñas, duraznos y una variedad de saborizantes como curry en polvo, chile, canela, clavo, garam masala y laurel. Me produce repugnancia la piña en la pizza, que solo comería con una pistola apuntándome a la sien; el pastel de pizza, la llamada tarta de espagueti y algunas otras porquerías típicas estadounidenses, como esa hamburguesa llamada Luther, con queso y cubierta de tocino que se sirve reemplazando el bollo por un donut, y que al parecer inventó un sujeto en Georgia cuando se quedó sin pan. Solo oírlo me produce nauseas.

No hago ascos a la casquería, únicamente renuncio a algunas vísceras como son los bofes y no siempre confío en las gallinejas (tripas de cordero). No tengo gran interés por el caso marzu, el queso podrido sardo, ni por los fetos de pato chinos o vietnamitas, huevos fecundados que dejan el embrión a la vista del comensal. Está por ver que voluntariamente me preste a beber el famoso y carísimo café javanés que se elabora con los granos rescatados de las heces de la civeta después de haberlos cagado. Sin embargo he aceptado con curiosidad insana llevarme a la boca las larvas mexicanas famosas que tanto le gustan al chef Redzepi: escamoles, hormigas chicatanas, gusanos, chapulines y chinicuiles, todos ellos con mucha proteína e interesantes texturas fritas, cuando he tenido ocasión de probarlos. También he comido carnes exóticas, de cocodrilo, lagarto, tortuga e iguana, sin problema, aún resultándome más o menos insípidas. Y debo reconocer que me vuelven loco los caracoles, dependiendo del lugar, el día y la hora.

Ahora, si me permiten, les confieso lo que sin resultarme del todo repudiable rechazo por razones simplemente de elección culinaria. Prescindo de ser original; no tengo aprecio por las coles de Bruselas, ni tampoco por el natto, un tipo de judías japonesas fermentadas, el bonito en rollo, los champiñones y las zamburiñas en conserva. Igual que por esos trozos de plástico que llaman sushi en la mayoría de los lugares donde sirven el pescado crudo y el arroz, fuera de Japón. Desconozco donde estaba para algunos el placer con aquellos cócteles de gambas que tanto triunfaron en otro tiempo, la ensalada Waldorf, el melón con jamón, o las viscosas natillas. Los más viejos se acordarán de todos aquellos platos de las celebraciones del siglo pasado, los lenguados rellenos de trozos de marisco congelado; de los pescados, en general, napados en salsas fortalecidas con mantequilla, o los entrecot bañados en nata y pimienta, que hacían furor en los restaurantes. En cuanto a los tiempos que corren, no entiendo la obsesión por regar de oliva virgen las bandejas de cecina o servir los bocartes o boquerones fritos con tiras de jamón rancio, igualmente rescatadas del aceite. Tampoco entiendo el empeño en arrasar el sabor de cualquier pescado con cantidades ingentes de ajo, cuando no se trata de las setas o de cualquier otro producto que no lo requiere. Lo mismo para el pimentón, del que se abusa sobremanera en algunos lugares del país. Y del popular cachopo asturiano, apenas nada les puedo decir que no sepan y que no se convierta en una reiteración como lo es él mismo en la vida ordinaria.

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