Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La mirada de Lúculo

Yekkes, cielo y tierra

Ilustración: Yekkes, cielo y tierra Pablo García

No conozco Jerusalén pero siempre he sentido curiosidad por la vida de la comunidad yekke y su adaptación oriental. Es esa pulsión apátrida de integrarse en otro mundo la que llena las páginas de un interesante libro del editor alemán Thomas Sparr, cuya versión española publicó a principios de este año Acantilado (Grunewald en Oriente). Yekke fue el apodo dado a los inmigrantes judíos alemanes que llegaron a Palestina después del ascenso del régimen de Hitler. Se puede decir que también el de otros que lo hicieron antes por motivos culturales y religiosos. Hay dos teorías sobre el origen de la palabra: una de ellas es que proviene de jacke, que en alemán significa chaqueta. Los inmigrantes germanos eran conocidos por su apariencia formal, los hombres vestían chaqueta y corbata incluso en medio de las altas temperaturas del verano, mientras que a un israelí no se le veía con corbata ni siquiera en invierno. La segunda teoría, menos plausible, es la de que las letras «ykh» son las iniciales, en hebreo, de «yehudi kshe havana», referidas a un judío lento de entendimiento.

Nada elogioso, aunque no todo el mundo cree que aquellas personas educadas, cultas y corteses fuesen mentalmente lentas, que es una forma de llamarlas tontas. Esta actitud condescendiente y negativa cuadraría más con el localismo grosero del nativo israelí decidido a menospreciar a cualquier ser diferente a él. Los bien educados judíos alemanes carecían inicialmente, puesto que acababan de aterrizar en un lugar desconocido, de la lengua afilada de los europeos orientales, pero eso no significa que fuesen cortos de entendimiento. Yo me inclino más bien por la teoría de las chaquetas. Eran, eso sí, personas ordenadas y con gran sentido de la urbanidad, por ese motivo y por su propia supervivencia habían huido del caos de la República de Weimar con la llegada del nazismo y de la posibilidad de que en el futuro los convirtiesen en pastillas de jabón. Precisamente sobre esa aceptación extremadamente cortés o rígida de las normas no ha dejado de circular el siguiente chiste. Un yekke decide tomar el tren de Tel Aviv a Jerusalén. Reserva el billete con semanas de antelación y le dice al agente de viajes que solo hay una cosa que le importa y es poder mirar en la misma dirección en la que se mueve el convoy. El día señalado llega a la estación una hora antes de la salida, pero cuando aborda el vagón, se siente consternado al descubrir que su asiento está orientado en la dirección equivocada, justo hacia la parte trasera del tren. Tan pronto como llega a Jerusalén, llama a su agente de viajes para quejarse. Este se disculpa reiteradamente y le dice que por qué no le preguntó a la persona sentada frente a él si estaría dispuesta a cambiar de asiento. El judío de ascendencia alemana responde que ni siquiera tuvo esa oportunidad porque el asiento frente al suyo estaba vacío. El chiste, aunque probablemente circula en una sola, puede mirar como el pasajero del tren en dos direcciones: la de la rigidez mental o la de la obligación que impone disponer de un billete, sea o no el deseado.

Sparr se detiene en su libro en el sabor de Rehavia, la ciudad jardín que empezaron a poblar los germanojudíos en la década de los veinte del siglo pasado, y que se convirtió con sus cafés y edificios Bauhaus en el epicentro de las vidas de aquellos emigrantes europeos. Es el sabor de la cocina ashkenazi en su camino de retorno a la tierra prometida. La de los yekkes era, por regla general, una cocina espartana, dominada por los rituales de las fiestas, los modales en la mesa, las porcelanas de Meissen, los platos Rosenthal, y la lombarda con cebolla y carne blanca, con el tocino de cerdo prohibido. Y en todas las casas judías -Sparr cita a Abraham Frank- ya fueran ortodoxas o liberales, estrictamente kosher o menos estrictamente, había una gran olla de hierro fundido con dos asas para el shalet, el plato tradicional del sabbat, con judías, carne de ganso o de pato, y patatas. Las familias llevaban los viernes la olla al panadero local para que la mantuviera caliente en su horno hasta el mediodía del sabbat. Después de la comida regresaba de vuelta. Entre las hortalizas habituales, la col silvestre y el colinabo de Alemania, dejaron paso en Israel a la berenjena y el aguacate. En toda cocina judía, ashkenazi o sefardí, la adaptación al medio es una imperiosidad. Siempre, en cualquier lugar, hay salchichas, mostaza y patatas para una ensalada, pero existe una cocina romana judía que viene de siempre, acuérdense de los carciofi alla giudia; hay comida judía polaca y comida judía india. Cada familia fue adaptándose al lugar y de esa manera el patrimonio culinario se enriqueció. He oído que el único plato auténticamente judío es el gefilte fish, el pescado hecho picadillo, que se come con jrein (mezcla picante a base de rábano rallado). Tradicionalmente se hacía en Europa central con no menos de tres tipos diferentes de pescado de mar y de río, porque los pobres sólo podían comprar los restos en las pescaderías. Hay quienes sostienen que la verdadera cocina judía es un compendio de amargura y escasez, pero esa teoría se viene abajo en el momento en que uno se sienta a la mesa y por ella empieza a desfilar el variado repertorio producto de la diáspora.

Se suele decir también que el ingrediente básico de la cocina de las madres judías son las lágrimas. Nadie se explica entonces de dónde provienen los dulces; por ejemplo la plava tan típica del Pésaj. El Pésaj es la festividad que conmemora la salida del pueblo hebreo de Egipto. La gran cena consiste en el pan ácimo (matzoh) que el jefe de la familia o el líder espiritual reparten como símbolo de unidad. Y está, además, ese simbolismo que encierran los alimentos y que invocaba Masha Cohen, la madre de Leonard Cohen, judía lituana de ascendencia rusa, hija de un rabino, que emigró a Montreal, cuando recordaba el cielo y la tierra, un plato silesio, hecho a base de manzanas (el cielo) y patatas (la tierra), un castigo, y que siempre planea sobre las costumbres culinarias de los yekkes de Israel.

Compartir el artículo

stats