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La mirada de Lúculo

Últimos almuerzos en Hollywood

Últimos almuerzos en Hollywood Pablo García

Henry Jaglom era aún un cineasta considerado joven cuando entre 1983 y 1985 compartía comida y confidencias con Orson Welles, justo al final de su vida. Los almuerzos en el célebre Ma Maison, de Hollywood, fueron entonces frecuentes. El restaurante, en Melrose Avenue, era propiedad del parisino Patrick Terrail y servía comida francesa con ligeros toques californianos a cargo del chef de origen austriaco Wolfgang Puck. Una noche, años antes de decidirse a grabar las conversaciones que mantenía con su genial amigo, Jaglom anotó en su diario una amarga pero aguda reflexión sobre la brillante carrera y la triste decadencia que aguardaba al autor de Ciudadano Kane (1941). Cuenta cómo a propósito de esa película lo vio crecer en la pantalla, hacerse viejo gracias al maquillaje y a la interpretación, pese a tener menos de treinta años, en una cinta tan conmovedora y prácticamente perfecta que la simple idea de ver después otra cosa, cualquier cosa, se le antojaba absurda. Se preguntó qué le quedaba por hacer en la vida después de algo así. ¿Era Ciudadano Kane su Rosebud? Un buen interrogante que solo y posteriormente pudo despejar el declive anunciado de Welles.

He vuelto a ver la secuencia cuando el dueño del periódico Charles Foster Kane roba a sus competidores los mejores reporteros y luego organiza una fiesta en su propio honor. Mientras los músicos literalmente cantan sus alabanzas, vemos a Kane bailar con las coristas luciendo una mirada de radiante felicidad. Es un momento lleno de promesas, arrogancia y alegría de vivir, que se vuelve aún más exuberante dado que el placer de Kane es obviamente compartido por el propio Welles. Con solo 25 años, pero ya famoso en Broadway y la radio, tiene el aire de un hombre que sabe que está haciendo una película que algún día sería proclamada la mejor de todos los tiempos. Los que la hayan visto sabrán que las cosas no rodaron tan bien como Kane esperaba y lo mismo sucedió con Welles, que desde lo alto del Olimpo pasó a tener una de las carreras más declinantes de la historia de la cinematografía.

Nos es que The Magnificent Ambersons (1942), titulada en España El cuarto mandamiento, Campanadas a medianoche (1965) o la propia Sed de mal (1958) fuesen películas insignificantes. Nada de eso, de hecho son todas ellas importantes. Como lo fue su aparición estelar en la maravillosa El tercer hombre (1949), encarnando al escurridizo Harry Lime. Aún así, Welles pasó décadas luchando por conseguir dinero, comenzando proyectos que no concluía y, finalmente, cayendo en el olvido. Eventualmente se vio obligado a hacer anuncios publicitarios de vinos en supermercados y a aceptar el papel de invitado en las entrevistas de televisión, por su capacidad para soltar la lengua y hablar de todo y de todos: de lo que sabía y de lo que ignoraba pero fingía conocer explotando su cualidad de ilustre sabiondo.

Y ¿cómo eran aquellos habituales almuerzos de Ma Maison en los que Orson Welles hablaba de todo y de todos? Eran variados, desde luego. En ellos no se cortaba, jamás lo hizo. Criticaba la mediocridad interpretativa de Spencer Tracy y destapaba la voracidad sexual de Katherine Hepburn, al mismo tiempo que alardeaba de sus conquistas entre las reinas de la Serie B. Bromeaba también sobre las alcaparras de la ensalada de pollo que Jaglom detestaba. Con buen sentido culinario, propio de un gourmand, rechazaba amablemente la sugerencia del maitre de comer las vieiras con legumbres. Las prefería simplemente al vapor. Ironizaba sobre la ocurrencia de mezclar en una misma ensalada pomelo y naranja. No podía probar el cerdo asado, entonces se encontraba a dieta tras décadas de excesos, pero pedía un plato para poder olerlo. Igual que Shylock ante Bassanio, en El mercader de Venecia, declama: «¡Sí, para recibir el olor del puerco! ¡Para comer en la casa en que vuestro profeta, el Nazareno, hizo entrar, por medio de exorcismos, al diablo!». Welles es todos y cada uno de sus personajes en los almuerzos de Ma Maison, que Jaglom grabó parcialmente y que más tarde él mismo se encargó de divulgar y Peter Biskind de editar años después en un esclarecedor libro de chismes, apoyándose también en los diarios del amigo británico del director de Ciudadano Kane.

Leí en Los Angeles Times aquella emotiva pieza de Jaglom, Mi mejor historia, sobre el último almuerzo con Welles en Ma Maison, en otoño de 1985. Orson estaba preocupado por el hecho de que el restaurante cerraría en un año y medio: «¿Qué haremos entonces? ¿Dónde comeremos? ¿Dónde nos reuniremos y urdiremos nuestros planes? Reía. Kiki, su pequeño caniche negro sentado en el asiento junto a él, gruñía, y le dio de comer una galletita, quejándose como tantas veces antes en nuestros almuerzos de que si seguía llorando, nunca la volvería a sacar». Llevaba tiempo dedicándose a trabajos esporádicos escasamente atractivos, como el mismo Orson decía, para pagarse sus hábitos, que entonces eran algo más modestos debido a la salud. Leyó el menú en voz alta, luego se permitió un sorbete de lima y lo disfrutó. El almuerzo había transcurrido de acuerdo a lo establecido: muchas historias, algo de tristeza y de esperanza, un montón de chismes sueltos, algunos planes, y sonrisas cálidas y cómplices. Por alguna razón, ese día Jaglom no llevaba en el bolso la pequeña grabadora con la que registraba las conversaciones. El propio Welles le había sugerido que la ocultara para no sentirse cohibido, pero que la mantuviera en todo momento. Pensaba que le serviría de ayuda para escribir en el futuro su autobiografía.

Cinco días después, Jaglom escuchó en el contestador una llamada de Welles preguntándole cómo le había ido a su madre en el hospital donde la habían explorado. «No olvides llamar a primera hora para saber los resultados y acto seguido informarme», decía. Cuando estaba a punto de hacerlo fue él quien recibió el aviso de que Orson Welles había sido hallado muerto en su dormitorio. Ma Maison, que había sido su segundo hogar, murió con él. Terrail se adelantó a lo previsto y cerró al mes siguiente. El restaurante resucitó con otro propietario, pero como cuenta Peter Biskind, el editor de las conversaciones mantenidas con Jaglom, lo hizo en ausencia de su cliente más famoso.

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