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La mirada de Lúculo

Algo más que corazonadas

Algo más que corazonadas Pablo García

Primero está el recuerdo infantil del corazón de bonito color púrpura en la chapa de la vieja cocina de carbón. O en la sartén, enharinado, friendo en abundante aceite. Consciente de que me peleaba por ellos, mi madre se los pedía de vez en cuando al pescadero para tenerme contento y a la vez lograr, en contra de su deseo, que no me despegara de la cocina. Los corazones de bonito, las huevas de merluza también rebozadas y fritas y las croquetas con pollo o huevo cocido finamente picado son imborrables secuencias gourmet en la memoria de un niño que, como la mayoría, entonces, detestaba las lentejas y el hígado de ternera, y experimentaba el mayor gozo ante un escalope de ternera con su coraza inexpugnable de pan rallado. Los corazones de bonito eran una rareza consentida bajo la advertencia preliminar de que abusar de ellos resultaba indigesto. Entre eso y que no siempre venían de la pescadería junto con la rodaja o la ventresca, en el mejor de los casos caían una vez por semana en aquellos veranos cargados de inocentes ilusiones. Entonces, sin que sepa explicar tan extravagante precocidad gastronómica, la comida resultaba una fiesta. Pienso que era su forma triangular, la intensidad del color, o la carnosidad del bocado con diente lo que me atraía; probablemente, el hecho de descubrir que yo mismo era capaz de colocarlos en la chapa y plancharlos lentamente hasta adquirir la consistencia deseada. Pasados los años los perdí de vista y últimamente volví a recuperar aquella primera sensación infantil con los trozos que mi amigo Amado Alonso enva sa en aceite de oliva en su restaurante La Venta del Jamón, de Pruvia.

En último caso se puede decir que con el transcurso de los años dejé los corazones de bonito por los de atún rojo. Un amor distinto, sureño, procedente de los usos y costumbres de las viejas almadrabas, de Barbate, y del restaurante El Campero, donde los preparan de diferentes maneras. A la plancha, aliñados en una ensalada, incluso integrados en una morcilla, junto al hígado, las tripas y el buche, acompañando unos callos del propio atún y con garbanzos. También los comí en Italia, cuore di tonno rosso alla griglia, en una brocheta en cubos, después de permanecer en una especie de adobo japonés con sake y jengibre. Casi del tamaño de un puño y de color marrón rojizo, el corazón del atún formó parte durante siglos de la dieta de los almadraberos a lo largo de las inacabables jornadas de captura en aguas de Conil, Chiclana, Barbate, Tarifa y Zahara de los Atunes.

Ha de pasar un tiempo, aunque puede que no tanto puesto que las tendencias transitan con la suficiente rapidez, para que cierta casquería del pescado sea asimilada por los cerebros que guían los estómagos, al menos en la misma medida que los despojos de las bestias con pezuñas. Las huevas y las cocochas de merluza y de bacalao, los callos también de bacalao, ya tienen un hueco desde hace muchos años en nuestra gastronomía nacional. No ocurre así, sin embargo, con los delicados hígados de rape, apreciados en Francia, aquí desconocidos, o los de salmonete. Ha pasado igual con los corazones de los túnidos, con las sangres y los tuétanos de los peces. Ángel León, en Cádiz, y el chef australiano de Sidney Josh Niland, están cada vez más comprometidos con la chacinería, llamémoslo así, que proviene de los descartes marinos.

El corazón de bovino tiene un papel destacado en el famoso quinto cuarto del matadero, que dicen los italianos y adoran los romanos. Se trata de una carne rígida sin grasa, que laminada finamente con el cuchillo y puesta brevemente al grill para evitar que endurezca tiene sus seguidores. Cocinarla no requiere mucho esfuerzo, solo hace falta cogerle el punto de la cocción, espolvorear pimienta y sal gruesa, y un chorro de limón para comerla acompañada, por ejemplo, de unas verduras de temporada. De una crema de alcachofa o del puntarelle o achicoria, de regusto amargo.

Los corazones de ovino y porcino también se utilizan en algunos de los embuchados más singulares. La popular ferchuse de los franceses incluye corazón y bofe de cerdo con vino tinto, patata y cebolla, y el haggis, que es el plato nacional de Escocia, se rodea de un auténtico ritual, y consiste en picadillo, corazón, hígado y pulmones de cordero, todo ello envuelto en tripa animal. Es el embutido soberano que cantó el poeta Robert Burns. De modo que en contra de lo que algunos escoceses explican a los extraños utilizando la sorna local el haggis no es una pequeña criatura de cuatro patas que habita en las Tierras Altas y que tiene las extremidades de un lado más cortas que la de otro y que se adapta bien a corretear por las colinas a una misma altitud, sin tener que ascender o descender, pero que en cambio se puede atrapar fácilmente si corretea por la colina en la dirección contraria. Habitualmente, dejémonos de historias, se encuentra colgado de un gancho en las carnicerías.

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