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La mirada de Lúculo

Calvino, la comida suspendida en el tiempo

En las fábulas del autor italiano, cada plato puede convertirse en el centro del universo y en el reflejo de quienes lo comen creyéndose en un presente eterno

Calvino, la comida suspendida en el tiempo Pablo García

De Italo Calvino siempre me ha gustado esa habilidad suya ensoñadora, la manera de contar historias sencillas que, partiendo de mundos complicados, sobrevuelan ligeramente la lectura. En Bajo el sol jaguar, una colección de tres cuentos que involucran los sentidos, describe el acto de cocinar como la transmisión de una tradición intrincada y precisa. No es la única vez, Calvino ha tenido la comida presente en muchas de sus fábulas. Quienes hayan leído El vizconde demediado, su hermosa parábola sobre el bien y el mal, recordarán el protagonismo en ella de los hongos. Otras veces me he referido a este relato por su alegórica carga de profundidad. Recuerden, un cañonazo turco parte en dos al vizconde Medardo de Torralba, y ambas mitades sobreviven. La buena y la mala. La parte malvada de Medardo vaga por la tierra sin paz partiendo en dos los boletos y, en general, las setas de los bosques, dando a comer la mitad venenosa y haciendo flotar la comestible en un estanque. «De los campos pasaron al bosque y vieron una seta cortada por la mitad, un boleto, luego otro, un boleto rojo y venenoso, y así, caminando por el bosque, siguieron encontrando, de vez en cuando, estas setas que brotaban de la tierra con medio tallo y que abrían con solo media sombrilla. Parecían divididos con un corte neto, y de la otra mitad no se veía ni siquiera una espora. Eran setas de todas las especies, pedos de lobo, níscalos, agáricos; y había casi tantas venenosas como comestibles». Medardo, el tío, mitad cabroncete, dejaba en la cesta del sobrino las mitades venenosas, y las otras, las comestibles, las arrojaba al agua.

—Fríetelas.

El sobrino habría querido preguntarle al vizconde por qué en su cesto sólo había la mitad de cada seta, pero finalmente creyó que no era adecuado hacerlo. El caso es que ya se alejaba dispuesto a freír los hongos cuando se encontró con los criados que perseguían al tío y le advirtieron que todos eran venenosos. Naturalmente, no se los comió.

En otra de sus fábulas famosas, El barón rampante, cobran protagonismo los caracoles, esos gasterópodos no siempre aceptados de humor vagabundo y vida silvestre, que en su alimentación siguen dietas de ensaladas letales para cualquier persona, belladona y hongos venenosos, y que para purificarse necesitan una toilette, digamos en condiciones higiénicas superiores a las de cualquier otro ser comestible. Cósimo Piovasco di Rondò, de 12 años, se niega a comerlos al tratarse de una imposición familiar y después de un duro enfrentamiento con su padre por culpa del plato de caracoles cocinado por su despótica hermana Battista, decide exiliarse en un árbol. La historia que cuenta Calvino es transmitida en primera persona por el hermano menor de Cósimo, Biagio, vinculado a él por un afecto sincero, aunque algo distante. Inicialmente, todos se imaginan que Cósimo pronto se cansará y pondrá sus pies en tierra firme: pero no es así. Es fuerte, terco, introvertido y gruñón, a la vez honrado y con una fuerza de voluntad que le impide traicionar los ideales en los que cree. A pesar de que vive en los árboles, logra mantener una existencia aparentemente normal, continúa con sus estudios, aprende a cazar, contrae nuevas amistades y sigue conectado a la vida familiar: esto contribuye significativamente a hacer de él un ser extraño pero también fascinante a los ojos de los demás.

En Calvino, cada plato puede convertirse en el hilo conductor de una historia que refleja a quienes lo comen. Las recetas escritas a mano de su abuela italiana son la prueba no solo del humor sino del conocimiento legado que poseía el autor italiano nacido en Cuba. Calvino también se ocupa de la capacidad única de la comida para atrapar un momento en el tiempo. Volviendo a Bajo el sol jaguar y al relato del mismo título, describe a una pareja compartiendo un almuerzo en un restaurante entre los naranjos de un claustro conventual en Tepotzotlán, México: «Comimos un tamal de elote-una fina sémola de maíz dulce, con carne de cerdo molida y ají muy picante, todo cocido al vapor en la hoja de la mazorca-y después chiles en nogada, que eran pimientos marrón rojizo, algo rugosos, flotando en una salsa de nueces cuya aspereza punzante y regusto amargo se perdían en una rendición cremosa y dulzona». Exacto, como corresponde al resultado de los contrastes de la canela, la crema de nuez (nogada) y los chispeantes granos de granada que lleva este plato sumamente elaborado. En la cena comen guacamole con tortillas crocantes que «se desmenuzan en numerosas lascas y se hunden como cucharas en la crema densa: la pingüe suavidad del aguacate, acompañada y subrayada por la sequedad angulosa de la tortilla que a su vez puede tener tantos sabores, fingiendo no tener ninguno», escribe Italo Calvino. Acto seguido viene el guajolote (pavo) con mole poblano, la quintaesencia de México, una salsa laboriosa con diferentes clases de chile, que ya servía en las mesas de Moctezuma. La descripción de la tortilla es la de un conocedor de la gastronomía capaz de profundizar en la complejidad de la aparente simpleza del maíz nixtamalizado. Algo que suele pasar a quienes comen las tortillas, cuando están hechas como es debido, creyendo que no va a pasar nada y sin embargo sucede todo lo contrario. Con un estilo propio y fascinante, Calvino captura la forma en que un plato perfectamente preparado se convierte, por un instante, en el centro mismo del universo: la manera en que una comida entre dos personas puede quedar suspendida en un presente eterno. Una de esas personas de Bajo el sol jaguar le pregunta a la otra qué es lo que siente, como si sus incisivos hubiesen masticado un bocado de idéntica composición y la misma brizna de aroma hubiera sido captada por los dos paladares a la vez. «¿Es el cilantro? ¿No sientes el cilantro?».

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