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Pivot y la identidad del vino

Es rico y variado el anecdotario enológico del legendario director de «Apostrophes», uno de los grandes divulgadores de la cultura de nuestro tiempo

Ilustración: Pivot y la identidad del vino. Pablo García

Ahora ya no me prodigo tanto pero durante tiempo me gustaron las catas a ciegas: encapuchar una botella y asumir el vértigo de adivinar de qué vino se trata. Mucho menos me veo apostando sobre él como Richard Pratt, en el cuento de Roald Dahl, después de habérselas arreglado para cerciorarse husmeando en la etiqueta. En las catas a ciegas no acertar suele ser lo más probable pero equivocarse se convierte en ocasiones en un descrédito dependiendo qué persona se equivoque. Bernard Pivot (Lyon, 1935), conocedor del vino y uno de los divulgadores literarios más célebres de todos los tiempos, admitió haberse arrepentido de incitar a Émile Peynaud, el gran enólogo bordelés, a cometer el error de su vida. En un programa de la legendaria emisión televisiva «Apostrophes», Pivot propuso a los invitados que adivinasen la identidad de un vino velado. Entre estos invitados se encontraba Peynaud, que acaba de publicar «El gusto del vino», su libro esencial. El anfitrión quería, como él mismo ha contado, imprimir mordacidad con la prueba a ciegas pero antes se cuidó de elegir para ello un ilustrísimo premier cru, en vez de un vino de un viñedo raro. Pensaba que el experto enólogo bordelés no tendría ninguna dificultad para identificarlo. Era un haut-brion del 70. Supuso que ello restaría emoción pero pretendía evitar el pánico de un hombre que en una situación así no debe fallar si quiere mantener intacto su crédito. Peynaud falló. Probó el vino y enseguida lo consideró deficiente, con marcado sabor a madera, y no tuvo duda en calificarlo de insignificante. Esa actitud desconcertó a otros invitados, que insinuaron tímidamente que el vino era delicioso y que se trataba de un haut-brion. De vuelta al Bordelés, Peynaud padeció durante un tiempo la desventura y el descrédito. Se molestaba en dar largos rodeos para evitar el château de marras. Lejos de brillar como supuestamente se proponía Pívot, Peynaud fue víctima de la confusión que produce el hecho de examinarse de esa manera en público. El director de «Apostrophes» tampoco acertó. Aunque no fue ni de lejos su iniciativa más arriesgada en cuanto al vino se refiere.

En 1978, Bukowski aceptó un ofrecimiento para asistir como invitado de honor a «Apostrophes», por tratarse de la emisión televisiva cultural más distinguida de Francia. Cualquier escritor hubiera matado por estar allí inflándose como un pavo en medio de toda aquella petulancia intelectual, pero él puso una condición: «Volveré a Europa si me dais dos botellas de buen vino francés mientras espero salir en antena». Las trasegó en el estudio del propio Pívot, en compañía de Linda, su segunda esposa, la mujer que le acompañó hasta la muerte. Luego participó, y de qué manera, en el programa, que trataba sobre escritura y marginalidad, junto a otros cinco autores, entre ellos una escritora de abultadas ojeras, uno con bigote que parecía recién salido del bosque de Walden y el loquero que trató al poeta surrealista Artaud con electroshock.

Soportó estoico el maquillaje, las luces blancas y el pinganillo en la oreja. Salió al plató ebrio y durante la retransmisión, en directo, volvió a empinar el codo y bajó otras dos botellas. Quiso atraer la atención de Pivot de manera exclusiva. Le preguntó si quería beber vino. Y al percibir que el director de Apostrophes pasaba de él y puesto que no se aclaraba con la traducción simultánea, comenzó a mascullar y a interrumpir a sus compañeros. «Súbete la falda y te diré si eres una buena escritora o no», le dijo a la mujer. Pivot le ordenó que se callase. El invitado de los bigotes con guías, al que inicialmente le había hecho mucha gracia, también. Los tertulianos estaban allí para aplaudir la irreverente actitud literaria del viejo indecente, pero todos ellos acabaron pensando que la incorrección política tenía un límite y que el escritor americano, beodo como un marinero náufrago en un estanque de whisky, lo había traspasado. Bukowski acabó el vino, arrancó el auricular y se largó auxiliado. En la puerta del programa, según parece, se armó otra. Terminó agarrando a un guardia. Amenazó a todos con un cuchillo: «¡Dejadme salir de este jodido lugar!». Linda Lee explicaría después en la famosa entrevista con Fernanda Pivano en San Pedro, California, que Pivot estaba muy enfadado porque no había acertado a montárselo con él. Jamás se había encontrado en una situación semejante. Tenía que funcionar bien y simplemente no funcionó. Intentó taparle la boca y Bukowski siguió hablando y hablando sin permitir a los demás hilar una sola frase. Finalmente vació la botella a morro y abandonó el plató entre carcajadas del público.

Por lo demás el vino no ha dejado de ser un largo camino sembrado de rosas para Bernard Pívot. Por filiación amó la joven vecindad del beaujolais, escribió que Burdeos demanda un château para el vino y que Borgoña exige fuerza de carácter a los bebedores. Tenemos que saber poner a un lado las botellas marcadas por una corta vida y al otro las que nos acompañarán mucho tiempo. De las primeras obtendremos la explosión del aroma; de las segundas las fragancias más sutiles. Otra de las múltiples batallas que libra el crítico literario en su «Diccionario del amante del vino» (Paidós, 2007), es cuando cuenta cómo Victor Hugo nos privó de conocer lo que bebía Lamartine el día en que desgarró con los dientes tres chuletas en el Ayuntamiento de París y apuró dos copas de contenido misterioso. «Dos copas, pero ¿de qué vino, querido Victor?». O cuando reprocha a Blaise Cendrars que cite en Kodak menús con información de la procedencia de los productos comestibles, pero no de los vinos que se beben. Se pregunta Pivot si Lamartine bebió un mâcon, un borgoña o un tinto de París. ¿O quizás un vino mediocre que se acarreaba hasta el Ayuntamiento y no tenía nada de revolucionario? «Reprocho a Víctor Hugo que se limitara al término genérico de vino y no precisara la naturaleza del que acompañó las chuletas de Lamartine». Para el director del legendario «Apostrophes», no nombrar los vinos, cualquiera que sean, grandes o humildes, es faltarles al respeto, negarse a reconocer la especificidad de cada uno, privarse de un detalle importante, significativo, que se añade al retrato de un personaje o a la veracidad de una escena.

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