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La comida reina en la ficción

La comida reina en la ficción Pablo García

L as páginas de la literatura están llenas de comidas que en la mayoría de los casos guardan un significado. A la vez son pródigas en intenciones que no siempre coinciden. Me acuerdo de un debate al que asistí en la distancia y que mantuvo entretenidos a los lectores de un suplemento literario británico acerca de las cuatro clases de comida que se sirven en los libros: la que ofrece el autor a los personajes sin esperar que la prueben; la que sirve el propio autor para mostrar quienes son; la que el autor cocina para comerla con ellos y, por último, la que prepara para todos ellos pero que en realidad sirve a los lectores. Adam Gopnik, haciéndose eco del debate, desglosaba más tarde en el New Yorker las cuatro variantes. Citaba las novelas victorianas de Trollope como un ejemplo de la primera. En ellas, una y otra vez, los párrocos y los políticos devoran chuletas, bistecs o piernas de cordero, pero, recordaba Gopnik, los platos son meras paradas en la cinta narrativa, signos de vida y transiciones sociales más que placeres específicos. La comida, por bueno o malo que resulta el vino que la acompaña, se halla claramente al servicio de la historia. En el caso de Hemingway en Fiesta, surge como un hilo conductor del paisaje. Por ejemplo, cuando Jake, el narrador, viaja con un amigo en tren de París a Pamplona, ambos impulsados por el anhelo: «Comimos los sándwiches, bebimos el Chablis y miramos por la ventana. El grano comenzaba a madurar y los campos estaban llenos de amapolas. Los pastos eran verdes y había hermosos árboles y, a veces, grandes ríos entre los árboles».

Entre los escritores que se valen de la comida para resaltar el papel de los personajes, señala dos: Proust y James. En el primero es tan abundante la referencia gastronómica, fresas, tisanas, magdalenas, viandas de todo tipo, que se han extraído recetarios posibles o interpretativos de los textos de su obra. No hace falta que se trate de La Recherche, hoy en día de cualquier prospección literaria sale un libro. A Proust lo que le importa es cómo se siente la gente que está comiendo langosta o ternera, en cambio el lector deja la página con hambre. Perdón, ¿he dicho página? Tratándose de quién se trata ya saben son largos párrafos y muchas páginas, incluso la eternidad para contar lo que sucede en un instante. Esta descripción de El camino de Swann, la más breve, sin embargo, es la que perdura sobre otras: «Y de repente me vino el recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray -porque esos días no salía yo antes de la hora de la misa-, me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de té o tila». No hay que olvidarse tampoco de Rabelais, en el célebre coloquio de los borrachos de Gargantúa, que le sirve al autor para delimitar el mundo de gigantes que recrea: «Los frascos corrían, los jamones trotaban, los vasos volaban y los jarros tintineaban». O la de Scott Fitzgerald de El gran Gatsby, de la que se deducen los intentos de Jay por atraer a Daisy hasta su tela de araña: «Sobre las mesas del bufet, adornadas con relucientes entremeses, se apilaban las condimentadas carnes frías contra las ensaladas con diseños abigarrados, los cerdos de pastel y los pavos fascinantes en su oro oscuro».

Luego está el escritor glotón que se extiende en las descripciones de lo que comen los personajes de sus novelas hasta el punto que los lectores sienten cómo los platos van y vienen, alejándose de ellos después de surgir como una tentación. En La educación sentimental, Flaubert se detiene en esa opulencia aunque la comida también juega un papel en la forma en que los personajes se condenan. La decadencia del París de 1840 desconcierta a Frédéric Moreau. En la cena del salón gigante iluminado por candelabros y decorado en damascos rojos, se sirve a los invitados cabeza de esturión empapada en champán, codornices asadas, perdices, patatas mezcladas con trufas. En la fiesta, a continuación, los chorros de vino salpican el aire, mientras los pequeños pájaros que aletean a través de las puertas abiertas de un aviario se posan en el cabello de las mujeres como si fueran flores. Aunque nada supera en incitación de los apetitos al timbal de macarrones en el palacio de Donnafugata de El Gatopardo. No me canso de reproducir las palabras de Lampedusa: «La fragancia del azúcar y de la canela que nos embargaba no era sino el preludio de la sensación deliciosa que se desprendía del interior cuando el cuchillo rajaba la costra de pan; entonces irrumpía primero un vapor de aromas, contemplábamos los hígados de pollo, los huevos duros, las lonchas de jamón, el pollo y las trufas mezcladas en la pasta untuosa, calentísima, de los macarrones cortos a los que el estofado de la carne confería un precioso color venado». El valor en este caso es también doble, por cuanto nos empuja hacia la comida, mientras que el relato culinario resulta útil para ubicar al lector en el contexto histórico de la Italia recién unificada, imbuida en todo lo francés como signo de civilización pero que, sin embargo, no reniega del gusto italiano.

Quedan finalmente los autores, cada vez más numerosos, que no ahorran detalles sobre el proceso, capaces de convertir sus novelas, memorias o crónicas, en recetarios. Abundan los casos, Julian Barnes; Nora Ephron; Ian McEwan; John Lanchester, en su magnífica En deuda con el placer, o Bill Bufford, en Calor, solo por citar unos pocos nombres de una lista inagotable. Como tampoco se agota la comida, que prolifera en la literatura como en los sesenta y setenta lo hizo el sexo, sabiendo además que por cada novela que contiene una receta, surge también un libro de recetas destinado a ser leído como una novela.

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