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Deseos para un año entrante

Es lícito añorar un porvenir gastronómico mejor dotado frente a las imposturas de la sociedad del ocio y la homogeneidad tiránica y aburrida de muchos restaurantes

Deseos para un año entrante Pablo García

Los finales de año son fechas para hacer balances y encomendarse al porvenir creyendo siempre que será mejor que los doce meses transcurridos. Esta vez me propongo, como si se tratara de una carta a los Reyes, esa lista de deseos que jamás se cumplen, en nuestro caso gastronómicos. Para empezar, el primero de todos es que cualquiera pueda entender, en contra del mensaje en general, lo que es exactamente gastronomía. Gastronomía y cocina no son lo mismo, aunque hay una tendencia generalizada a confundirlas y a intentar confundirnos. Están muy relacionadas pero son cosas distintas, desde la práctica culinaria de los restaurantes donde se cocina, que en realidad tampoco son todos. Es más, cada vez son menos.

La gastronomía es una ciencia que estudia la relación del hombre con la alimentación y el medio que la rodea. No simplemente un conjunto de técnicas de cocción y sí la conexión establecida por el individuo con el entorno alimentario de donde obtiene los ingredientes para cocinar, además de abarcar el conocimiento de la evolución de los alimentos a través de la historia. Un profesional de cocina no tiene por qué ser necesariamente un gastrónomo, al igual que un gastrónomo puede mantener el conocimiento y la afición cocinando lo justo. La cocina, a su vez, consiste en preparar platos empleando diferentes ingredientes, técnicas y métodos, pero sin profundizar en otros aspectos complementarios relacionados con la gastronomía. El negocio de la cocina en las casas de comida y los restaurantes mal llamados gastronómicos implica dar de comer al cliente y satisfacer los paladares de quienes están dispuestos a pagar por el esfuerzo que hay detrás de la creación de un plato y el servicio que lo pone en la mesa del comensal. Digamos que estos paladares no siempre son exigentes, en gran parte porque sus propietarios carecen de un verdadero conocimiento gastronómico, algo que se adquiere de manera empírica pero también gracias a la formación de cada cual. Aquí es donde viene el mayor regalo que la gastronomía puede obtener de esta vida y que significa entrar a formar parte como una asignatura más de los planes académicos desde la mismísima escuela.

Jamás conseguiremos una población educada gastronómicamente si no es desde el inicio. Y una población educada, que sabe lo que come y cómo debe comerlo, es también una población culta y exigente con la comida, un acto de tanta trascendencia que se repite cuando menos tres veces al día en las sociedades del bienestar. La educación alimentaria es decisiva en todos los aspectos. El hecho trascendental de comer bien desde pequeño en una casa donde se cocina está tristemente devaluado en la actualidad. Por las razones que sean -no siempre es la falta de tiempo- cada vez se cocina menos en las casas y se recurre con mayor frecuencia a esa especie de pesadilla llamada delivery food, en realidad comida a domicilio, que se encarga de suministrar cantidades ingentes de comistrajos a los hogares. La mayor contradicción, se podría decir también sarcasmo, es que todo ello se produce en un momento en que supuestamente la gastronomía se ha convertido en el ocio de nuestros días, como lo definió muy acertadamente nuestro incomparable Sacha Hormaechea.

Son multitud los que se desenvuelven socialmente en las redes fotografiando platos para explicarnos lo que comen; los llamados influencers y los blogueros de vía estrecha; también los seguidores de los reality show televisivos de cocina; los cocineros que pontifican como si fueran grandes creadores de emociones, y los papanatas que se muestran visiblemente emocionados ante ese discurso y con un platillo exótico que desconocen; los que llenan los restaurantes de medio pelo con ínfulas cuya pretensión es confundir al cliente con enunciados largos y recitativos cursis, simplemente para servir un tentáculo de pulpo, envasado, a la plancha con migas de chorizo y ralladura de jengibre. Todos ellos forman parte de una sociedad grotesca del ocio gastronómico. Son mayoría frente a los profesionales y los aficionados reflexivos. Darle la vuelta a esta situación, desenmascarando a los impostores, forma parte fundamental de esta lista de deseos.

Otros van dirigidos específicamente a los restaurantes en general, aunque para verlos cumplidos haya que vencer todavía enormes resistencias. Por ejemplo, insistiré una vez más en la prevalencia de la carta frente a los menús, sobre todo esos menús interminables, para que el cliente pueda sentirse un comensal que elige lo que quiere comer, no lo que el cocinero le impone en función de su vanidad o de su intendencia. Sobran los enunciados rimbombantes tanto en la carta como en la mesa por parte del camarero que se ve impelido a citar hasta el último ingrediente de un plato que lleva una docena de ellos; también habría que evitar las vajillas tormentosas, los ceniceros y las bacinillas de diseño para servir la comida, y volver a las porcelanas y las lozas blancas de siempre, la pretendida originalidad ofende más que reconforta, y menos cocina de ensamblaje, a los restaurantes se va a comer no a admirar un plato sembrado de brotes dispares. Como suele apuntar el gastrónomo Francis Vega, conviene no utilizar en vano la palabra «sostenibilidad» para referirse a cualquier cocina; evitar también el compadreo tan de moda del servicio con los clientes, «hola chicos», «¿qué tal, gente?», esa insistencia anglicista de «que lo disfruten», refiriéndose a cualquier fruslería. Tanta familiaridad impostada en vez de simpática se convierte en odiosa para las personas de buen gusto que se resisten a la homogeneidad mal entendida en el trato. «En un buen servicio de sala, la acogida, el primer minuto, resulta esencial para la buena marcha del negocio», dice Vega, que critica por igual el relato superfluo y grandilocuente de los «restaurantes gastronómicos» empeñados en aburrir al cliente con «la filosofía de la casa», como el de la influencia de las abuelas en los platos que se sirven. «Lo mejor de la cocina de las abuelas… es la abuela de cada uno», recuerda. Tampoco habría que olvidarse de erradicar las modas ridículas que llevan a muchos establecimientos de comidas a sentirse obligados a poner cualquier clase de caviar al lado de cualquier cosa. Antes sucedió, supongo que también por las mismas razones, con el foie gras y las trufas. «Esta casa maneja producto caro de primer nivel», vienen a decirnos sin que se justifique el empeño.

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