Siete años hemos tenido que esperar para ver la entrega final de Happy Valley. La plataforma Movistar, actual propietaria de los derechos de esta serie en España, ha aprovechado el estreno de esta última temporada para promocionarla al completo para ser disfrutada a modo de maratón. Tres temporadas de seis episodios cada una, la convierten en una opción muy disfrutable para aquellos que, en estos días de frío, quieran pasar uno de esos fines de semana de tele, mantita y sofá, mientras se siguen pensando qué hacen con su suscripción a Netflix. Happy Valley es un thriller policiaco británico de la BBC que lleva el sello de Sally Wainwright, creadora de series como Gentleman Jack o Scott & Bailley.

En esta temporada final, ha llegado el momento de la jubilación para su protagonista, Catherine Cawood (Sarah Lancashire), y podemos decir que ésta se despide por todo lo alto de sus días como sargento de policía de un aparentemente tranquilo pueblecito de la campiña británica. En su último día en activo, se enfrenta a su némesis, desarticula el principal grupo de crimen organizado que controlaba los bajos fondos de la zona y de paso, sin ni siquiera despeinarse, resuelve uno de esos crímenes domésticos que por un momento se pusieron en el centro de esta temporada final. Quizá sea demasiado para un solo día en uno de esos sitios donde nunca pasa nada, pero es la manera de subrayarnos la faceta más trágica del personaje. Catherine podría haber sido mucho más en su carrera policial, pero ha sido el dolor que arrastra en su interior, el que ha marcado que eligiera estar donde está. Y, algo en los que se nos ha insistido desde el minuto uno, no hay que juzgarla por su físico.

Puede que la trama recuerde un poco a Fargo, por el hecho de que tener como protagonista a una agente de policía de mediana edad, aparentemente inofensiva, pero con una tenacidad y unas dotes de deducción que le convierten en alguien excepcional. Además cuenta con la ventaja de que conoce bien el terreno que pisa, algo que en el caso de los pueblos pequeños se convierte en algo más que una ventaja añadida. Cambiamos la nieve por el césped. Pero no tenemos aquí las habituales dosis de humor negro y mala leche de Fargo. El sentido del humor de Happy Valley es más bien ácido y amargo. En el pueblo de Halifax, donde transcurre la acción, las cosas están muy lejos de ser felices, como parece insinuar el happy del título de la serie. Es un entorno con el cielo gris y donde hay numerosos problemas de adicciones al alcohol y a otras sustancias entre sus habitantes. Algo que convierte la zona en una especie de polvorín que siempre puede estallar en cualquier momento. Por ese motivo, cada vez que esos pequeños infiernos dan la cara en Halifax, lo hacen a lo grande. Y siempre pillan a la buena de Cat por en medio, sin dejar que disfrute de un poco de paz en el día anterior a su jubilación. Las comparaciones con Fargo son inevitables, pero también me pregunto yo cuánto habrá podido inspirar Happy Valley a los creadores de la española Hierro con otro gran personaje femenino como protagonista interpretado por Candela Peña y que se enfrenta a terribles crímenes en pequeñas poblaciones aparentemente tranquilas. Pequeños pueblos que ocultan grandes secretos y pavorosas tragedias. Vaya, ¿alguien dijo Twin Peaks?

Como Sherlock Holmes tenía a Moriarty, el personaje Catherine Cawood cuenta con su propia némesis. Tommy Lee Royce destrozó su vida y, pese a haberle derrotado en la primera temporada, éste siempre ha estado desde la sombra urdiendo su venganza. Desde el minuto uno sabemos que él fue quien hizo de la vida de Cat un infierno, aunque éste ni siquiera lo sabe cuando arranca la serie. Un psicópata de rostro angelical interpretado por James Norton, actor que ha estado entre las quinielas para ser en la gran pantalla uno de los sucesores de James Bond. Royce fue el responsable del suicidio de la hija de Cat, quien quedó embarazada tras una violación que jamás se pudo probar, durante una tormentosa relación, en la que ella finalmente descubrió que su amante no era solo un maltratador, sino también el peor de los monstruos. Catherine decidió criar a ese niño que nadie quiso, mientras el resto del mundo mira de reojo al pequeño preguntándose cuánto habrá heredado de su padre.

Era necesario ese salto temporal de siete años entre la segunda y la tercera temporada, para ponernos en situación para el enfrentamiento definitivo entre Cat y Tommy Lee, por mucho que pareciera que las cosas habían quedado claras al final de la primera temporada. Era importante que el hijo de Tommy creciera (en esta temporada ya no es un niño, sino que es un adolescente rebelde) y decidiera en qué bando estaba. Siempre buscando una figura paterna, el joven ha estado visitando a su padre en secreto en prisión, mientras éste planea fugarse y empezar una nueva vida con su hijo en Marbella. Lo de nueva es un decir, porque sería al servicio del crimen organizado.

Ya lo dijo Cat al principio de la serie, en Nueva Jersey tienen a los Soprano, en Halifax tenemos a los Knezevic. En este punto añadiría yo, que en la isla del Hierro tienen a Díaz. Los Knezevic han estado detrás de los asuntos más turbios de la serie, pero nunca habían salido tan a la luz como hasta ahora. Quizá por aquello de que Cat se tenía que ir a lo grande. Solo ellos podían planificar la fuga de Tommy Lee, que nos brindaría ese enfrentamiento final. Casi podría considerarse como un final anticlimático, porque la resolución llega cuando Tommy Lee comprende por qué está en el lado perdedor. Catherine ya puede pasar página y de hecho deja de tener esas horripilantes visiones de su hija muerte que la han venido acompañando desde el inicio de la serie.

En medio de esta temporada final, hemos tenido otro crimen del que se nos dan todas las respuestas a los espectadores, mientras nos dejaban con la intriga de cómo podrá esclarecer todo la policía. Un ama de casa adicta a los tranquilizantes, maltratada por su marido y que acaba asesinada por su camello. Su proveedor pasa por ser un honrado farmacéutico a ojos del mundo, pero mata a su víctima cuando ella amenaza con delatarle, al comprobar que no la va ayudar a deshacerse de su esposo. La aparición del cadáver sitúa al marido como el sospechoso, número uno. Al fin y al cabo, es un maltratador de libro. La serie va jugando con esa incómoda situación que nos produce el hecho de que el marido va acabar acusado de un crimen que no ha cometido, aunque todo apunta a que tarde o temprano lo hubiera hecho; mientras que el verdadero asesino podría irse de rositas y hace que el espectador llegue a empatizar con él, presentándolo como el vecino perfecto. Cada temporada ha contado con esos personajes que parecían ciudadanos modelos y que se acaban convirtiendo en un monstruo en un momento de debilidad, en el que afloraron sus peores facetas.

La resolución de esta trama puede que sea un poco decepcionante, porque va perdiendo peso a medida que avanza la temporada y, a pocos minutos del final, parece que se han olvidado de ella y el crimen quedará impune. En unos pocos minutos, Cat cuenta a su jefe todas las respuestas sobre el asesinato del cadáver de la maleta, sin que veamos cómo se resuelve todo para los implicados. Otra pequeña decepción de esta temporada final es cómo ha perdido peso el personaje de Ann Gallagher, aquella adolescente que secuestrara Tommy Lee en su primera temporada y que luego se convirtió en pupila de Cat al ingresar en la policía. Su personaje está diluido en la nada en esta entrega final, por mucho que podría haber tenido una despedida perfecta para dejarla como la sucesora de quien fue su maestra e inspiración.

Pequeñas omisiones que quizá han sido provocadas por la falta de tiempo para tantas cosas que quedaban por decir. Porque en el fondo, con Happy Valley ocurre lo que nos ha pasado con otras grandes series, que no queremos que se vayan.