Una sorpresa considerable, que resulta además deliciosa y encantadora. Así hay que recibir el estreno de esta película británica que contiene la notoria novedad de contemplar la crisis de una familia desde la óptica de los hijos, niños todavía, que demuestran ser más lúcidos que sus padres.

Una comedia, por supuesto que, sin embargo, se permite por momentos recursos muy dramáticos que abren paso al tema de la muerte. Es la primera colaboración en común para la pantalla grande de dos realizadores de la pequeña, Andy Hamilton y Guy Jenkin, que han firmado conjuntamente varias series de televisión. Si para el primero es su ópera prima, el segundo ya dirigió en 2003 El lenguaje de los sueños.

Los dos son responsables únicos de un guión que a menudo no tiene desperdicio. El retrato que perfilan los cineastas de los McLeod parte de la base de un clan normal que vive las circunstancias propias y delicadas de un matrimonio que está en trance de ruptura. Y aunque no son partidarios de contárselo con detalles a unos hijos que, en su opinión, son demasiado pequeños para estar al tanto del tema, lo cierto es que los tres, dos niñas y un niño, conocen perfectamente la realidad. Es en esta difícil tesitura en la que deciden desplazarse todos a Escocia, a la casa de los abuelos, para pasar unos días de vacaciones, algo que tiene aires, asimismo, de despedida por la enfermedad terminal que padece Gordy, el padre del marido.

Lo más llamativo del relato, aparte de comprobar la precocidad de los pequeños, que pueden pecar de una cierta excentricidad, es la sintonía perfecta que se establece entre abuelo y nietos, hasta el punto de que solo con ellos el anciano se encuentra a gusto en base a la sinceridad y a la ausencia de hipocresía que revelan. Es verdad que la cinta experimenta en su parte final un giro que puede parecer demasiado radical y exagerado, cortando de raíz.